domingo, 26 de abril de 2009

Evocación de Héctor Nervi



El hombre, el escritor, el papá, en las palabras de su hija Eleonora, "Mamiel".

jueves, 23 de abril de 2009

Tapa


Ilustración


Dedicatoria y Capítulo 1

Escribí este libro en homenaje a mi padre, Constantino Nervi,
y a mi madre, Rosario Mazziotti de Nervi.

Está dedicado a Carel. Carel tenía apariencia de perro, pero
no sé si era un perro. De lo que estoy seguro es que era mi
amigo.




Capítulo 1

Carel, el Bayo y yo éramos inseparables. El Bayo era el único caballo de andar, delgado y alto. Tenía todo el pelo amarillo claro, menos las crines que eran negras. Los demás caballos eran robustos frisones dedicados a tirar del pesado rastrón con que se emparejaba la chacra.

Prácticamente, el Bayo estaba para mi uso exclusivo y conocía todos mis caprichos y deseos; era un verdadero filósofo. En cambio, yo nunca llegué a conocerlo bien porque con frecuencia me sorprendía con una maña nueva.

Mientras Carel y yo correteábamos por los montes o nos bañábamos en los canales, el Bayo mordisqueaba distraídamente el pasto o con la cabeza baja y los ojos semicerrados pensaba en sus cosas. Era un espectador indiferente y muy pocas veces participaba de nuestros juegos. Me fastidiaba su desinterés, pero no encontraba la manera de hacerlo intervenir.

Carel, en cambio, tenía el diablo en el cuerpo. Era un policía alemán, no sé si muy puro, con la boca siempre abierta en una gran sonrisa que dejaba colgar su chorreante lengua por entre dos colmillos largos y blancos. Cuando no le hacía caso, me mordía los pies descalzos o tiraba de las mangas de mis pantalones. Tampoco se salvaba de su euforia cuanto calzado encontraba o la ropa que en el alambre movía el viento. Mamá, entonces, lo corría con una rama y Carel venía a mí y me miraba con cara inocente como diciendo: ¿y yo qué hice?

Nuestros paseos más frecuentes eran hasta las serranías que se alzaban hacia el norte. El Bayo iba de mala gana porque no le gustaba galopar por terreno accidentado y andar esquivando matas de jarilla o de sampa. Carel corría exultante. Perseguía a los cuises y a todas las liebres que se cruzaban en el camino, aunque nunca cazaba nada. Llegados a la altura, desmontaba y comenzaba la búsqueda de chinitos o de moluscos fosilizados, o me sentaba largos ratos en un árbol petrificado mirando pasar la procesión de hormigas que transportaban cargas descomunales para su tamaño. Carel también contemplaba aquella larga caravana, inclinaba la cabeza, levantaba una oreja, luego la otra. De vez en cuando me miraba y volvía a la contemplación, pero pronto se cansaba y apoyaba sus patazas en el camino de hormigas que dejaban caer su carga y huían en todas direcciones.

Otras veces corría a algún cuis que se escondía en la cueva. Entonces comenzaba un escarbar frenético. Apoyado en las patas traseras, con las delanteras remaba desesperadamente en la tierra que, escurriéndose por entre las extremidades posteriores, pronto formaba un montículo. Cuando se convencía de que el trabajo era estéril, volvía hacia mí jadeante y moviendo la cola, como si quisiera decirme: ¿viste? ¿viste qué susto que le dí?

Al atardecer volvíamos hacia la casa. Carel, enfurecido, ladraba y saltaba para morderle el hocico al Bayo. El caballo, fastidiado, le tiraba mortales manotazos. ¡Mentira! Los tres sabíamos que aquello era un juego que se repetía todos los días.

Capítulo 2



Detrás de la última alameda estaba el desierto. Allí no más, abruptamente, sin transición. Con sólo saltar la acequia se pasaba de la vegetación exuberante de las chacras a los medanales cubiertos de sampa y jarilla. La colonización avanzaba a pequeños saltos, como una marejada.

Un día cualquiera veíamos llegar una chata cargada con muebles, aperos y otros bártulos; es decir, todo el capital del colono, tan exiguo que siempre sobraba chata. A los pocos días se divisaba entre los montes el rancho de adobe y las columnas de humo nos anunciaban la iniciación del desmonte.

Si bien el espectáculo era frecuente, no dejaba de producir alegría en grandes y chicos. Nuestros padres se alegraban porque aquello significaba que nuestra chacra dejaría de ser frontera de la civilización. El nuevo vecino venía a ser una especie de soldado más que estaba de nuestra parte en la lucha contra el desierto indómito. Había siempre grandes reservas de arena con que el viento castigaba despiadadamente los sembrados y de alimañas que atacaban las plantaciones jóvenes. Liebres, zorros, martinetas, gatos del monte y otros bichos habitaban aquellas inmensidades desoladas y establecían una verdadera guerra de guerrillas contra el hombre que se había atrevido a desafiarlos. Para los chicos aquellas mudanzas significaban la posibilidad de un compañero más para compartir aventuras.

Pronto se trababa conocimiento con los nuevos vecinos. Siempre los recién llegados necesitaban recurrir a los ya afincados en busca de alguna herramienta que no habían previsto o no habían podido comprar. Por supuesto, nunca se les negaba nada y así nacían nuevas amistades que con el tiempo se iban profundizando, afianzándose poco a poco con padrinazgos o casamientos.

Los chicos, sobre todo, andábamos por las chacras y casas de los vecinos como en las propias y a cualquier hora éramos bien recibidos. Como las tareas del campo dejaban muy poco tiempo a los mayores para las visitas, nosotros veníamos a constituir una especie de correo que se encargaba de llevar los mensajes y las noticias de uno a otro extremo de la colonia.

Después del desmonte venía la emparejada y un día un nuevo cuadro aparecía verdeante por la cebada y la alfalfa. No sé qué sensación experimentará un artista ante un cuadro concluído, pero supongo que aquellos hombres deberían sentir algo parecido. En los pocos momentos en que detenían el rastrón para dejar descansar los caballos, se volvían hacia la tierra emparejada. Mientras se quitaban el sombrero y limpiaban el sudor del rostro oscuro y áspero por los soles y los vientos, una sonrisa bailoteaba en sus ojos.

Otras veces, cuando su mujer llegaba trayendo el mate cocido, señalaban la alfalfa nueva y decían: “¿Viste, María?” ¿Qué más podían decir? ¿Qué más tenían que decir? La mancha verde, creciente, era todos los sueños que comenzaban a realizarse, los proyectos urdidos durante la noche mientras la comida se hacía sobre el fogón, las vigilias pasadas bajo la amenaza de las heladas. La mancha verde era el preanuncio del manzano, de la vid, de la bodega.

Pero no siempre era así. El desierto no era el enemigo que se replegaba y se daba por vencido. Volvía continuamente sobre su presa como un perro encarnizado. A veces, las reservas físicas o morales del hombre se agotaban y abandonaba la lucha. Entonces el almacenero, el tendero o el doctor compraban por unos pocos pesos los sueños de un vencido.

Capítulo 3


Prácticamente todo lo que consumíamos era producto de la chacra. En el pueblo se compraban solamente cosas indispensables que no podían obtenerse de la tierra o que no se daban en la región. Las compras se reducían a aceite, sal, arroz, azúcar, especias, harina y alguna otra pequeñez.

Tampoco en la ropa se hacían grandes gastos. Nuestra madre se ingeniaba para zurcirla y reformarla y además iba pasando de los hermanos mayores a los menores. Como yo era el más chico de la familia, podía deducir con bastante anticipación cómo serían mis atuendos futuros. En la ropa de uso diario esa corriente hereditaria era escasa porque se gastaba antes de que quedara chica; en cambio sí se heredaban los trajes de salir. A veces, cuando mi hermano tenía alguna prenda que a mí me gustaba, deseaba que creciera pronto para usarla yo. Pero, en general la vestimenta nos tenía sin cuidado. Con tal de que estuviéramos limpios, la elegancia no nos quitaba el sueño.

Los trajes duraban años porque las fiestas o las idas al pueblo no eran frecuentes. Con lo poco que había que comprar, nuestros padres iban al pueblo una o dos veces al mes. En esas ocasiones se aprovechaba para hacerse de provisiones y realizar todas las gestiones necesarias. A veces, para no quitarle horas al trabajo, se le hacían los encargos a algún vecino.

Por lo general, el regreso hacia las chacras se producía cuando comenzaba a entrar la noche. A esa hora la naturaleza se sumergía en una tranquila quietud y los ruidos se propagaban hasta distancias increíbles. A veces, desde muy lejos, adivinábamos quién era el que regresaba porque reconocíamos la voz que alentaba al caballo o nos resultaba familiar algún ruido de la jardinera. Carel, entonces, se sentaba sobre las patas traseras y levantaba las orejas expectantes. Yo jugaba a las adivinanzas tratando de descubrir cuál de nuestros vecinos era. Las llantas de los sulkys hacían ruido de trituradora cuando recorrían algún trecho de pedregullo; de repente, al entrar en la arena, todo ruido cesaba y parecía que habían naufragado en el silencio de la noche. Los caballos, desde el corral, saludaban a su colega trashumante, que respondía con relinchos entrecortados por la fatiga.

Cuando descubríamos que el que regresaba era alguno de nuestros vecinos más allegados, Carel y yo corríamos hacia la tranquera. Al pasar le gritaba: ¿Cómo le fue, don Ángel?... ¿Cómo está, doña Carmela? Claro, aquello era una costumbre cariñosa, pero también interesada. Nosotros sabíamos que los colonos, siempre que iban al pueblo, regresaban con alguna golosina, y entonces aquel saludo llevaba implícita la pregunta: ¿Qué me trajo? Siempre obteníamos algún caramelo y entonces, contentos, felices, nos volvíamos hacia la casa. Casi siempre yo buscaba una rama que Carel me disputaba y tomados uno de cada extremo corríamos jadeantes, mientras Carel rezongaba simulando enojo, aunque yo sabía que aquél era uno de los juegos que más le gustaba.

miércoles, 22 de abril de 2009

Capítulo 4


Por las mañanas, antes de que saliera el sol, mi padre ataba los caballos al rastrón y se dirigía hacia los campos recién desmontados. Con frecuencia, cerca de los médanos existía una hondonada donde volcar la tierra; otras veces el recorrido era de cien metros o más. Hombre y bestias recorrían el mismo camino innumerables veces, dando vueltas como en una calesita.

A Carel y a mí nos gustaba seguir la huella lisita que dejaba la cuchilla del rastrón y estampar la huella de nuestros pies desnudos en la arena fresca.

Lentamente, muy lentamente, la tierra se iba nivelando, hasta el día en que mi padre levantaba bordes de tierra con una distancia entre sí de diez metros y de una longitud de cien, más o menos. A mí me correspondían entonces las tareas de regador. El agua llegaba encajonada por la acequia también recién hecha y se desparramaba al entrar en los bordos. La tierra sedienta durante milenios, la absorbía como el papel secante a la tinta. Por todos lados se levantaban burbujas. No faltaba algún tucu-tucu desprevenido o un cuis tozudo que no había querido abandonar su cueva, que huyera hacia los montes cercanos, seguido por Carel, que se divertía enormemente con esas corridas.

Siempre quedaban porciones desniveladas que parecían pequeños continentes en medio del mar. Si eran pequeñas, se quitaban con una pala de mano; si eran mayores, se efectuaban nuevos retoques con el rastrón. Después un nuevo riego para cerciorarse de que todo estaba bien nivelado y enseguida la siembra. Por lo general, el primer cultivo consistía en cebada y alfalfa. A los pocos días la tierra aparecía como cubierta por un felpudo verde amarillento. En los días tibios era maravilloso levantarse antes de la salida del sol e ir a contemplar el amanecer sobre los cuadros sembrados; daba la impresión de que el mundo estaba recién inventado.

A veces, también se cultivaban en los cuadros nuevos maíz, papas o legumbres. Me llamaba poderosamente la atención el proceso de germinación de algunas semillas y, después de tres o cuatro días, iba por los surcos y destapaba cuidadosamente para espiar los progresos de los brotes. Carel me imitaba. En su cabezota no tenía cabida la idea de la diferencia existente entre un hombre y un perro y encontraba muy lógico escarbar cuando yo lo hacía. Pero no se conformaba con el cuidadoso escudriñar que yo realizaba, sino que sus enormes patas torpes arrastraban tierra y semilla al mismo tiempo. Yo volvía a poner todo en su lugar y alisaba los surcos cuidadosamente para evitar los regaños de mi padre. Él nos había inculcado como una ley no dañar las plantas ni castigar a los animales. A su ojo sagaz no se le escapaban nuestras visitas furtivas a los sembrados y, como tampoco quería obstaculizar mi curiosidad, terminó por sembrar semillas en una gran jarra de vidrio donde yo pudiera observar todo el proceso germinativo sin hacer con Carel estropicios en los sembrados.

Pero lo que me deleitaba especialmente era contemplar las hileras de porotos cuando comenzaban a asomar sobre la tierra. Las pequeñas plantitas llevaban en su extremo superior a las propias semillas que les habían dado origen. Parecían filas de niñas que se arrebujaban con la capucha para no sentir el frío de las mañanas.

Un día en que me hallaba contemplando aquella maravilla de la naturaleza, pasó mi hermano mayor y se quedó conversando. No recuerdo exactamente de qué hablábamos, pero en un momento dado me dijo que aquellas plantitas eran dicotiledónicas. No – dije yo – son porotos. Con una sonrisa de suficiencia me explicó qué eran cotiledones y por qué se llamaban así. Me quedé asombrado. ¡Cuánto sabía mi hermano! Claro, él ya estaba en sexto grado.

Entusiasmado con lo que me decía, me fui caminando con él hacia la casa. Me había olvidado completamente de Carel, que nos siguió un trecho cabizbajo. Pero él tenía un diablo rondón en el cuerpo y no pudo aguantarse sin dar ujnos saltos y mordisquear mis piernas para iniciar el juego. – Salí de aquí, dicotiledón – le dije. Carel se alejó ofendido.

martes, 21 de abril de 2009

Capítulo 5

Los campos recién emparejados se sembraban con alfalfa y cebada y se dedicaban a potrero por uno o dos años. Después se plantaban vides o frutales. Cuando no se destinaba a producir semilla, la alfalfa aguantaba cuatro y hasta cinco cortes por año. Después de dejarlo orear, el paso era rastrillado y luego engavillado. Toda la alimaña que se había criado en los potreros se refugiaba entonces debajo de las gavillas. Cuando los pequeños montículos se alzaban para ser llevados hasta la chata, cuises, ratones, lagartijas y otros bichos se desparramaban en todas las direcciones.

Aquello era una fiesta grande para Carel. Se paraba junto a una gavilla y esperaba excitado, la gran bocaza abierta, la cola en vaivén nervioso, los músculos tensos listos para el salto. Pero jamás comía de aquella caza menor. Su debilidad eran las liebres.

El desierto reseco servía de guarida a los animales silvestres, pero no les proporcionaba alimento. Al atardecer, las liebres bajaban a los potreros por los senderitos que habían con su constante pasar día tras día. La liebre usa siempre el mismo camino y esa costumbre seca la vegetación y raya los potreros con sendas zigzagueantes.

Por las tardecitas, dábamos recorridas con Carel tratando de espantarlas. Las liebres sentían predilección por las cáscaras de los frutales nuevos, a los que había que pintar con cal y envolver con pichana para que no los dañaran.

Uno de los senderos cruzaba en diagonal un largo potrero y llegaba hasta las plantaciones nuevas de manzano. Por allí pasaba diariamente una liebre enorme y también, casi a diario, se desarrollaba la misma escena. Carel la divisaba y comenzaba la cacería. Liebel – así la había bautizado yo porque me resultaba familiar de tanto verla – comenzaba a huir sin mucho apuro. Parecía no querer alejarse demasiado de su comida. A medida que el perro se acercaba aumentaba la velocidad. Carel se excitaba y emitía agudos ladridos. Cuando ya parecía alcanzarla, Liebel hacía una rápida gambeta y el perro seguía de largo. Cuando volvía sobre sus pasos se reanudaba la persecución, hasta que la liebre encaraba hacia el monte y entonces pasaba veloz bajo los alambrados, contra los que chocaba infaliblemente Carel. Cansado, maltrecho y humillado, volvía a mi lado y caminaba con la cabeza gacha y la lengua chorreando sudor. - ¡Carel, sos un tonto!

Pero Carel era inteligente, debo reconocerlo. Comprendió que en terreno despejado jamás alcanzaría a Liebel. Un atardecer en que la divisamos camino a los manzanos, Carel dio un rodeo y la obligó a huir sobre el alfalfar crecido. El pasto estaba alto y Liebel ya no podía correr sino que tenía que avanzar a los saltos. Cuando se dio cuenta de la desventaja quiso volver, pero ya era tarde. Carel corría sin trabas sobre el pastizal y al poco trecho ya lo tenía encima. Los gritos desesperados y agudos de Liebel cortaron el silencio de la tarde y me penetraron como una espina. Me di vuelta porque no quería ver el fin del animal al que de tanto verlo ya había aprendido a querer. Los gritos se hicieron cada vez menos frecuentes, cada vez menos fuertes.

Espantando una emoción que no quería sentir, me volví sin esperar a Carel. Antes de llegar a la casa me alcanzó. Estaba radiante. Entre sus afilados dientes traía los despojos sangrantes, desgarrados, de Liebel. ¡Fuera! – le grité - ¡Sos un tonto! Se detuvo y me miró desconcertado.

¡Cómo iba a hacer para explicarle, cómo lograr que me comprendiera!

Capítulo 6

Hasta entonces, todos nuestros vecinos eran chacareros. Esta vez, el recién llegado desmontó un pequeño claro, fabricó los adobes, levantó un pequeño rancho e instaló en las cercanías la bomba de agua. Las señales del desmonte y la emparejada no aparecieron. Aquel hombre pensó que entre tantos que practicaban la agricultura podría encontrar un porvenir dedicándose a la ganadería y así comenzó con una majadita de chivas y algunas ovejas. Contrariamente a lo que había sucedido con otros vecinos, el Chivero – así lo llamamos cuando nos enteramos de sus actividades – no apareció por las casas a saludar ni siquiera a buscar alguna herramienta prestada. Todo eso lo rodeaba de un aire misterioso y había despertado nuestra curiosidad.

Durante una siesta, una de esas típicas siestas de enero en que toda la tierra es una fragua y los pies calzados se queman sobre la tierra caliente, estaba yo sentado a la sombra de un sauce a la orilla del canal. El Bayo descabezaba su filosófico sueño bajo la enramada y Carel, después de escarbar la tierra húmeda, se había tirado cuan largo era. Las chicharras ejecutaban un monótono concierto de élitros chirriantes.

Estaba aburrido. Ni pensar en montar el Bayo con ese calor del infierno: mi padre se habría enojado. Carel, siempre dispuesto a jugar, apenas si había contestado con un simple movimiento de la cola a mi llamado. Desairado, le tiré un balde de agua. Recién entonces se levantó, sacudió su pelambre cerca de mi – los perros siempre se sacuden donde pueden salpicar – y me siguió de mala gana. Optamos por lo más lógico para aquella hora: nos metimos entre dos alamedas que bordeaban una acequia y nos fuimos chapaleando el agua distraídamente. Sin darme cuenta de cómo había llegado, me encontré de repente contemplando el rancho del Chivero. Todo estaba en silencio. Hacia la derecha, junto a nuestra acequia, crecía un sauce cuya copa ofrecía un buen resguardo. Miré hacia allí. Bajo su sombra, una niña de unos diez años jugaba con una muñeca de trapo. Me acerqué. ¡Hola! – le dije. Giró hacia mí su rostro moreno donde se destacaban unos enormes ojos claros, tan grandes como yo nunca había visto. Me acerqué esperando una contestación que no llegaba. Carel, entrometido como siempre, se había sentado sobre sus patas traseras y tenía su bocaza abierta como en una amplia sonrisa. Aquel silencio me colocaba en una situación desairada. – Che, ¿no sabés hablar? – Se levantó, recogió la muñeca y se fue corriendo hacia la casa. ¡Tonta!, alcancé a gritarle antes de que entrara.

Aquella desatención, completamente desusada entre los chicos de la colonia, me dejó amoscado. Cuando llegué a casa comenté el asunto: - El Chivero tiene una chica; sí, grande, pero medio tonta. Hoy la saludé y no me contestó.

Por la noche, don Ángel, el vecino más cercano, vino a pedir prestado el Bayo para el día siguiente. Tenía que ir al pueblo y todos sus caballos estaban agotados por las jornadas de rastrón. Durante la conversación, don Ángel se refirió al nuevo vecino y se lamentó de que la única hija que tenía fuera muda. ¿Muda? Entonces… Contrariamente a lo acostumbrado, aquella noche tardé en dormirme. Me sentía culpable de la ofensa que le había hecho sin querer.

A la siesta siguiente junté los duraznos más grandes y maduros. Espié desde lejos y comprobé que la muchacha estaba en el mismo lugar del día anterior. Crucé la alameda antes de llegar para poder ir hacia ella de frente y no sorprenderla para que no se asustatara. Le alcancé un durazno y, como lo aceptó me senté frente a ella. Comía seriamente mientras yo contemplaba aquellos ojos grandes, enormes, inmensos. Durante todo el tiempo que la traté no dejaron de llamarme la atención sus ojos y la seriedad permanente de su cara melancólica. Carel también la miraba y movía la cabeza hacia un lado y hacia otro para congraciarse. Durante mucho tiempo aquellos encuentros se repitieron a diario, siempre en silencio porque a mí me parecía una falta de consideración hablar sabiendo que ella era muda. Sin embargo se había establecido una fuerte corriente de afecto entre los dos, mejor dicho, entre los tres.

Pero mientras nosotros dejábamos correr las horas en nuestros coloquios mudos, el desierto tramaba su desquite por la intromisión del hombre. Aquellas praderas secas, áridas, no daban sustento en forma natural. El hombre tenía que arrancarles a viva fuerza lo que la naturaleza se negaba a dar por propia voluntad. Las ovejas se morían y los chivos crecían flacos y raquíticos.

Un día el Chivero decidió ir a probar fortuna en otras regiones menos inhóspitas. Cargó sus pertenencias en una chata y abandonó la colonia. Cuando me enteré, corrí hasta la tranquera para verlos pasar. Marido y mujer iban sentados en el pescante; ella en cambio, se había acomodado sobre un colchón en la parte posterior. Cuando pasaron, siempre seriecita, levantó una mano que me hizo adiós. Me pareció que sus grandes ojos claros estaban más brillantes que de costumbre. Tal vez una humedad que no alcanzó a ser lágrima.

Nunca supe su nombre, aunque para mí se llamaba Laura porque ese nombre me resultaba profundo y musical. Alguien me contó que no era muda de nacimiento sino que no hablaba desde una vez en que sus padres tuvieron que dejarla sola en el rancho. Tampoco supe nunca su verdadera historia.

¿Dónde estarás, Laura? ¿Cómo será tu mundo de silencio?

lunes, 20 de abril de 2009

Capítulo 7

No lejos de la casa estaba el horno para cocinar el pan. Tenía la forma de un iglú con una abertura en la parte superior y estaba construido con barro y ladrillos. Dos veces en la semana mi madre, después de cenar, preparaba la levadura. Para mí eso significaba que a la mañana siguiente debía juntar las ramas resultantes de la poda de la viña o de los frutales, o ir en busca de troncos de jarilla para calentar el horno. Por la boca en semicircunferencia iba introduciendo los leños hasta ocupar íntegramente su capacidad y luego encendía el fuego. A través del orificio que hacía las veces de chimenea, salía en un comienzo un humo oscuro y espeso que se elevaba recto hacia el cielo como si un niño hubiese hecho un trazo borroso sobre un papel azul. Después, cuando la combustión era completa, se ibae esfumando poco a poco, como si el mismo chico, arrepentido de su travesura, intentara borrarlo como un deber mal hecho.

Cuando los leños se habían consumido, se retiraban las brasas y con una especie de cepillo de arpillero se limpiaba de cenizas el piso del horno. Mi madre, entonces, introducía los panes redondos con dos cortes en forma de cruz en la parte superior y tapaba la chimenea y la boca. Desde ese momento mi tarea como ayudante de panadero había concluído. Yo aprovechaba el tiempo en que los panes se cocinaban para ir a batir la crema de leche. En una gran fuente se depositaba la nata que se recogía diariamente después de haber dejado la leche al sereno. Sentado sobre una silla baja, batía constantemente la crema que se iba espesando. Cuando parecía que mi brazo ya no iba a aguantar más, de repente, se solidificaba transformándose en manteca. Para ese entonces el olor del pan recién hecho entraba como un duende cuentero por mi nariz y resbalando hasta el estómago me hacía dulces cosquillas.

Mi madre sacaba los panes del horno, altos, redondos, cubiertos con una dorada corteza crocante que encerraba la miga blanca y porosa. No había necesidad de palabras porque aquello ya se había transformado en una especie de rito; mi madre cortaba el pan por la mitad y me daba una rebanada aún caliente. De allí iba al tazón donde tenía preparada la mezcla de manteca y miel y despuès a caminar, seguido por Carel que, con saltos pedigüeños, reclamaba su parte. Si compartíamos todo, ¿cómo no compartir aquel manjar? Yo le tiraba pequeños trozos que después de describir un arco iban a caer a su bocaza que se cerraba con un golpe seco. Pero el muy caradura ni masticaba; parecía que el pan entraba por el embudo de su boca y seguía directamente al estómago. Y otra vez se repetían los saltos, la boca abierta, las orejas tiesas y los ojos suplicantes.

- Masticá, Carel, masticá; ¿cuándo vas a aprender buenos modales?

Capítulo 8

El invierno se vengaba del sol. Aquel sol que durante el verano se paseaba largas horas caliente y brillante por un cielo azul, en invierno pasaba con prisa, pálido y tiritante, por entre nubes grises. Los días eran muy cortos y durante la noche la tierra se ponía dura de escarcha. La noche nos sorprendía a media tarde y, desde un cielo sin nubes, llovía una humedad invisible que mojaba los pastos y se colaba entre la ropa hasta congelarnos.

En esa época, la cocina, por ser más abrigada y amplia, era el lugar de reunión. Por regla general, conversábamos o leíamos mientras nuestra madre preparaba la comida. Otras veces, mientras los mayores leían en voz alta, los demás escuchábamos. Y así desfilaron en aquellas veladas Los Tres Mosqueteros, Veinte Años Después, Madame Bovary, Rojo y Negro y muchos más. Pero mis preferidos eran Allá Lejos y Hace Tiempo, Don Segundo Sombra, El Libro de las Tierras Vírgenes, Mark Twain y Martín Fierro.

Muy frecuentemente compartía nuestras veladas un vecino que vivía solo. Le gustaba mucho el canto y tenía una voz bastante bien timbrada. Por él fui penetrando poco a poco en el mundo de la música. Como a casi todos los italianos, le encantaban las óperas y solía cantar trozos de arias o comentaba el argumento de las representaciones a que había asistido allá, en su lejana Italia.

Cuando mi madre, ayudada por mis hermanas, terminaba la limpieza, la familia se reunía alrededor de la mesa y solía jugar a las cartas. Entonces yo le llevaba la comida a Carel y me volvía a sentar junto al fuego. Muchas veces me quedaba dormido y a la mañana me despertaba en mi cama sin saber cómo había llegado hasta la cama.

En ocasiones, mi hermano me llevaba a martinetear. Martinetear significaba ubicar los dormideros de las martinetas, encandilarlas con un potente farol y cazarlas con golpes en el cogote, y otras veces con la mano, sin necesidad de ningún arma. La caza estaba reservada a mi hermano, quien me llevaba nada más que seis años pero que a mí me parecía todo un hombre. Yo era el encargado de llevar la bolsa en la que se iban echando las presas obtenidas.

Aquellas aventuras nocturnas me proporcionaban encontradas emociones. Por una parte me sentía orgulloso de participar en menesteres de hombre y, por otro lado, era incapaz de matar. Sentía compasión por aquellos animalitos indefensos que despertaban asombrados y enceguecidos por la luz y eran fácil presa del cazador. Además, los ruidos de la noche me sobresaltaban y, aunque disimulaba mis temores, trataba de mantenerme cerca de los mayores.

¡Si hubiese estado Carel! … Pero Carel no compartía nuestras nocturnas partidas de caza. Yo lo hubiera llevado con mucho gusto, pero mi hermano se oponía porque el muy torpe era un curioso infatigable que metía su hocico en todas partes. Ladraba a las sombras y se sentía importante marchando siempre delante de nosotros, de manera que espantaba a las posibles presas. De muy mala gana se quedaba en la casa.

Cuando volvíamos de nuestras recorridas, desde lejos le silbaba. En el silencio de la noche escuchaba su carrera loca por entre las alamedas. Llegaba, saltaba, olisqueaba la bolsa con las martinetas, daba pequeñas carreras en círculo, tiraba de mis pantalones o levantaba alguna rama provocándome para que se la quitara.

Me emocionaban estas demostraciones de afecto. Cuando llegábamos a la casa, me quedaba un ratito con él afuera y hacía correr mis dedos entre su pelo espeso mientras me disculpaba: - Yo quería llevarte, ¿sabés?, pero no me dejaron.

Él me entendía. Sí, claro que me entendía.

sábado, 18 de abril de 2009

Capítulo 9

Las lluvias eran muy escasas, pero había años en que su ausencia era total. Más allá de la zona regada, la tierra estaba árida y seca y solamente las estoicas sampas y las jarillas se atrevían a crecer. Ni una sola hierba, ni una flor. Todo el paisaje gris e hirviente de chicharras. Cuando alguna nube extraviada en un cielo azul sin referencias caía sobre el desierto, sus gotas desaparecían en forma instantánea, como los pororós en la boca de Carel. Aún cuando la precipitación fuera abundante, nunca alcanzaba a formar charcos en la arena eternamente sedienta.

Dentro de este marco gris, monótono, las chacras mostraban una vegetación exuberante y policroma. No era de extrañar, entonces, que enormes bandadas de martinetas, venciendo sus temores, bajaran de las bardas hacia los verdes rastrojos.

Las martinetas prefieren la caminata al vuelo. Conociendo esta característica, nosotros las arreábamos hacia donde estaban las trampas, casi siempre en los esquineros, hasta donde conducían los cercos naturales formados por los yuyos que los vientos arrastraban hacia los alambrados. Cuando estaban cerca de las bocas de las tramperas, corríamos y los pobres animalitos asustados buscaban refugio debajo de la red que nosotros habíamos disimulado con ramas.

Esta tarea la realizábamos siempre Carel y yo, aunque me costó mucho trabajo hacerle entender que debía correrlas únicamente cuando yo daba la señal. Sin embargo, una vez acostumbrado, resultó un excelente arreador. Debo reconocer que su agilidad y su instinto resultaban muchas veces más eficaces que mi acción.

Cada redada podía significar entre seis y nueve piezas. Había ocasiones en que la caza era aún mucho más fructífera. Metíamos las aves dentro de una bolsa y volvíamos hacia la casa. Él regresaba contento porque era un cazador nato y ésta era una de las aventuras de que más gozaba; yo ufano, porque el contribuir a la comida me daba cierta importancia de persona mayor.

Mi madre sacrificaba las aves que iba a utilizar en la comida de ese día y enjaulaba al resto para otra ocasión. Comíamos martinetas de muchas formas distintas, aunque yo las prefería guisadas con papas y arvejas.

Algunos amigos de la familia que vivían en el pueblo y eran conocedores de nuestra facilidad para cazar martinetas, nos encargaban periódicamente algunas yuntas. ¡Qué importante me sentía entonces y qué valor adquirían aquellos veinte centavos por pieza que había ganado con mi propio esfuerzo!

Sin embargo la caza en sí no despertaba mi entusiasmo. Sentía pena por aquellos pobres animalitos inocentes. Tal vez había arraigado demasiado hondo la prédica de mi padre, quien siempre insistía: no castigar a los animales, no dañar las plantas, no matar a los pájaros. Muchas veces me cruzaba en mis paseos con chicos armados permanentemente de hondas. Nunca pude comprenderlos. Para mí todos los animales, aún los silvestres, formaban parte de la comunidad en que vivíamos. Sus vidas eran una parte de nuestras vidas.

Recuerdo que en las veladas de invierno, en más de una ocasión, me deleité con libros de un autor muy conocido. Un día, hojeando una revista, me enteré de que era muy aficionado a la caza y que había dado muerte a más de mil bisontes. Nunca más leí sus libros. Aquí había una gran diferencia con Carel. La posibilidad de cobrar una pieza lo ponía exultante. Erizaba los pelos, con la cola levantada, las orejas rectas, la nariz dilatada, las fauces abiertas y prontas. Por debajo de su piel, los músculos corrían como ratones.

Capítulo 10

Durante los meses de febrero y marzo, los días solían ser muy calurosos y las noches frescas. Ya al anochecer, comenzaba a caer un rocío fresco que mojaba los campos.

Me levantaba temprano, con el sol apenas salido, corría con Carel hacia los potreros que tenían la alfalfa recién cortada y me tiraba de panza en el suelo. En la punta de cada rama de pasto, en cada hoja, el sol se irisaba en arco iris multiplicado al infinito. Carel corría entre las matas, dando ladridos nerviosos a alguna liebre rezagada. Después volvía, la lengua chorreante, las patas mojadas, y se paraba a mi lado dándose aires de importante. Entonces yo recogía una rama, se la ponía en la boca y salíamos corriendo, tirando cada uno por su lado.

Ya a esa hora, mis hermanas estaban ordeñando las vacas. Pasábamos por la casa, recogía un gran tazón y nos íbamos en dirección a los corrales. La vaca, una lechera con el cuero negro estampado con grandes manchas blancas, era mansa. Se dejaba ordeñar sin necesidad de usar la manea. Indudablemente sentía por los perros una profunda antipatía. En cuanto nos acercábamos se ponía nerviosa, agachaba la cabeza y enfilaba sus cuernos hacia Carel, que optaba por una retirada disimulada. Se quedaba acostado lejos, con el ceño interrogante y como reprochándome que lo abandonase en esos trances.

Yo le alcanzaba el tazón a mi hermana, que lo colocaba lejos de la ubre y ordeñaba con energía produciendo abundante espuma. Casi sin respirar tomaba aquel líquido tibio mientras la espuma se reventaba en mil globitos contra mi paladar. Después ordeñaba en el jarro otro poco de leche para Carel, que yo le ponía en un plato lejos del corral. Él la tomaba con la gran cuchara de su lengua a despecho de la antipatía que la vaca pudiera tenerle. Esto se repetía todas las mañanas, como un ritual.

Con el estómago tonificado por la leche tibia, íbamos hasta el corral de los caballos y abríamos la tranquera para que salieran a pastar. Entonces me enhorquetaba en un palo y cuando el Bayo pasaba al trote me dejaba caer sobre su lomo blando. Y otra vez hacia los potreros.

La obsesión de Carel eran los teros. Cuando los veía, agachaba las orejas, corría sigilosamente y les tiraba horribles dentelladas cuando remontaban el vuelo. Naturalmente, jamás agarró uno ni tampoco encontrábamos sus nidos. Aquello se repetía diariamente y hasta llegué a creer que los teros nos esperaban para burlarse de nosotros. Al advertir nuestra presencia, lanzaban nerviosos gritos y emprendían breves y rápidas carreras.

Cuando la alfalfa estaba recién cortada, evitábamos caminar por los potreros porque sus tallos filosos nos lastimaban los pies descalzos. Los cuadros segados me hacían acordar del hijo del vecino que estaba cumpliendo el servicio militar.

También era costumbre de mi madre en esas ocasiones, poner a secar al sol las sábanas blanquísimas tendidas en el pasto. Carel era despreocupado y torpe, no tenía noción de que hubiera zonas vedadas para nosotros. Entusiasmado con los teros, pasaba corriendo sobre la ropa y dejaba marcadas sus enormes patazas. Mi madre, entonces, tomaba la rama que le quedaba más a mano y lo corría. Jamás lo alcanzaba, claro. Carel se llegaba hasta mí con la cola entre las patas y me miraba buscando mi apoyo o mi defensa. Yo sabía que la rama que en aquellos momentos estaba en manos de mi madre no era parte de una simple comedia y que mi integridad física corría peligro por cómplice. Entonces me hacía también el desentendido y buscábamos otros lugares más apartados y propicios.

El Bayo nos veía pasar silenciosos, ponía las orejas en punta como en una muda interrogación y a veces, muy pocas, nos saludaba con un relincho. Pero generalmente nos saludaba con un relincho. Pero generalmente nos ignoraba y seguía rumiando su filosofía sin importarle nuestra situación.

Capítulo 11

Carel había escarbado hasta encontrar la tierra húmeda y se había echado de panza. La larga lengua rosada colgaba entre los colmillos blancos.

Sentado sobre un cajón de fruta vacío, mirara a mi madre lavar su pelo largo, abundante y negro. Siempre usaba rodete y muy difícilmente yo tenía ocasiones de ver su larga cabellera suelta.

De origen napolitano, conservaba intactos los rasgos de la raza. Morocha clara y de regular estatura, contrastaba con mi padre muy alto, intensamente rubio y de ojos de un azul muy claro, tan claro que parecía el color del agua. Cuando salía con mi padre yo me sentía orgulloso porque era el más alto y también, a mí me parecía, el más fuerte.

Hay instantes en la vida en que a uno se le ocurren cosas que vaya a saber por qué razón nunca se le ocurrieron antes. Por ejemplo, de repente, descubrí que mi madre era bonita. Jamás antes había analizado si mi madre o mis hermanas eran lindas. Simplemente las quería y ese sentimiento había descartado por completo la posible belleza o fealdad de mis parientes. Pero en ese momento, mientras miraba a mi madre enjuagar el chorro espeso de su pelo, pensé que era linda.

La idea, por lo novedosa para mí, me causaba una sensación de placer. Entonces, sin darme cuenta, como pensando en voz alta, le dije: - ¿Sabés una cosa, mamá? Sos bonita.

Mi madre detuvo sus movimientos bruscamente. Me miró mientras en su cara y en sus ojos se iba haciendo visible una sonrisa, se acercó y me besó en la cara.

Sobre mis espaldas su pelo me hizo húmedas cosquillas.

viernes, 17 de abril de 2009

Capítulo 12

Me gustaba contemplar los atardeceres que me llenaban de una sensación indefinida y dulce. Mientras el sol se caía en el Oeste entre charcos de sangre coagulada, por el otro lado salía una luna blanco-amarillenta como las rebanadas de pan casero untado con manteca que me daba mi madre.

Carel y yo acostumbrábamos ir a sentarnos un poco más allá del patio de la casa a escuchar el silencio de la noche. El Bayo a esa hora masticaba la alfalfa crocante del pesebre o comenzaba, con la cabeza gacha, a rumiar sus incomunicados sueños.

Cuando se apagaban las brasas del ocaso, comenzaban a aparecer las estrellas y se ponían a titilar, mientras la luna palidecía tal vez de miedo de estar tan sola y tan alto. A veces, una de mis hermanas a quien le encantaban las estrellas nos enseñaba sus nombres y nos señalaba la Cruz del Sur, la Vía Láctea, o las Tres Marías. Carel, tonto, también seguía la dirección que señalaba el brazo de mi hermana para dárselas de entendido. Pronto se cansaba, estiraba las patas y apoyaba su cabeza amodorrada en mis piernas. Me gustaba sentir su hocico húmedo y frío.

Pero no siempre era así. Con frecuencia, especialmente en los meses de agosto y setiembre, un viento enemigo, despiadado, vengativo, se entretenía en destruir lo que mi padre y nuestros vecinos habían hecho durante la jornada. Un solo día de aquel viento bastaba para borrar hasta los rastros de una acequia recién hecha. Las hojas tiernas de los álamos se acucuruchaban ennegrecidas; las bestias se ponían nerviosas; Carel agachaba las orejas y caminaba con pasos cansinos; el Bayo, como siempre, permanecía inmutable pero cualquiera podía adivinar su mal humor.

También en los atardeceres ventosos me iba hasta más allá del patio a contemplar la noche, pero no miraba hacia el cielo. Miraba aquel espectáculo con el recogido temor de alguien que asiste a una sesión de brujería. Las largas filas de álamos jóvenes se inclinaban con grandes reverencias como negros monjes practicando un rito pagano y desconocido. Por los campos recién emparejados, enormes matas de cardo ruso pasaban fantasmales, dando grandes saltos, y se juntaban a celebrar aquelarre junto a las alambradas. Los grillos y los sapos callaban, y el viento silbaba entre los árboles con cuchicheos de brujas. La oscuridad flameante y ventosa de esas noches me llenaba de un temor ancestral. Llegué a odiar el viento, y más lo odié porque me enfrentó con la muerte.

Un día llegó a casa un muchacho del pueblo preguntándonos si habíamos visto a una niá de seis o siete años que había desaparecido de su casa. Nos contó que desde hacía dos días todos los vecinos del pueblo andaban en su búsqueda. También Carel y yo anduvimos por los montes, aunque se suponía que tan lejos no hubiera podido llegar. Al tercer día la encontraron muerta, semienterrada por la arena arrastrada por el viento.

Aquello me produjo una honda impresión. Durante días no pude apartarla de mi mente y fui construyendo mentalmente su historia patética. A eso de las once de la mañana su madre la envió hasta una fiambrería que distaba unas siete cuadras de su casa. Durante el trayecto el viento fue creciendo. Cuando salió del negocio un huracán despiadado la esperaba. Agachó la cabeza para protegerse de la arena y echó a caminar. De repente advirtió que había errado el camino. Comenzó a correr angustiada. Cuando levantaba la cabeza para orientarse, la mano malvada del viento le tapaba los ojos. Corrió y corrió, pero su casa no aparecía. Se asustó. La arena silbadora le clavaba alfileres en sus piernas desnudas. Llamó a su madre pero su voz rebotaba contra el viento. Las lágrimas se iban haciendo barro en sus mejillas. Al atardecer cayó rendida junto a las sampas. Sus gritos se fueron espaciando, cada vez más débiles, y se durmió. La arena se metió por sus ojos, por su nariz, por su boca.

Desde entonces, odié más al viento. Tenía la sensación de que no pasaba, sino que se escondía entre los montes y nos acechaba, esperando la ocasión para atacarnos.

jueves, 16 de abril de 2009

Capítulo 13

Hacía un calor espeso. Por sobre la piel corría un sudor pegajoso. Entre los álamos caían baldazos de sol que se cuajaban sobre la tierra como charcos de fuego. Carel caminaba cansino, las orejas gachas y la cola golpeándole las patas. Tarde rara, con pájaros huidizos entre las ramas, chicharras silenciosas. Las gallinas se volvían hacia el corral. Los caballos emprendían en los potreros locas carreras, alto el cuello, las orejas levantadas hacia adelante y la cola enhiesta.

Sentía desgano y caminaba sin saber qué hacer. Debajo de un sauce que estaba a unos quinientos metros de la casa, me senté con una sensación extraña de cansancio y desasosiego. Desde el Este avanzaba una tormenta con nubes como montañas de algodón asentadas sobre una base gris verdosa. Marchaba a una velocidad inusitada. Toda la naturaleza se había quedado quieta como contemplando la desenfrenada carrera de las nubes.

Me pareció oír gritos. Miré hacia la casa y vi a mi madre que me llamaba con gestos nerviosos. Intrigado, me levanté y emprendí el regreso. Ya estaba llegando cuando un viento salido de la nada comenzó a arrastrar pequeños remolinos. La tormenta estaba encima de nosotros y se anunciaba con un trueno prolongado, intermitente, no muy fuerte pero de eco cavernoso.

Me quedé mirando el cielo desde la galería cubierta. De repente, en el patio cayó una piedra blanca, transparente, del tamaño de un huevo de gallina. Salí a buscarla, pero un grito de mi madre me hizo volver. Después cayó otra y otra, cada vez más seguido. Una piedra golpeó el techo de chapa y después fue el acabose. Como si hubiera sido una señal, el cielo se vino abajo en pedazos de hielo rudo y redondo. El techo sonaba con frenesí de tambores de guerra. La tierra se puso blanca en pocos momentos.

Ni mi padre ni mi hermano mayor estaban en casa. Mi madre y mis hermanas lloraban. Carel gruñía pegándose a mis piernas. El miedo y la impresión me habían paralizado.

En medio de aquellos chorros blancos vi pasar la figura encabritada del Bayo y a mi hermano que se tiraba de su lomo y venía corriendo hacia la casa. Se cubría la cabeza con el mandil que hacía las veces de montura. Mi madre corrió hacia él mientras su llanto de angustia se prolongaba ahora en llanto de alivio. Mi hermano se arremangó la camisa. El brazo con que había sujetado la rienda estaba cubierto de moretones.

Tan de repente como había comenzado, cesó la pedrea. Desde la tierra cubierta de tallos y hojas triturados subía un olor agrio. Las ramas desnudas parecían estirarse mostrando la corteza desgarrada. Caminábamos sin dirección contemplando el desastre. Debajo de las plantas, donde habían ido en busca de refugio, se veían grupos de gallinas y pollos muertos, lacias las plumas mojadas.

Con Carel nos fuimos hasta el corral de los caballos. El Bayo tenía las grandes orejas caídas y le temblaban los ijares. En los ojos dilatados se reflejaba en miniatura toda la grandeza del desastre. No nos miró siquiera. Tal vez su cabezota filosófica compartía la angustia de los adultos; tal vez se consideraba muy superior por haber aguantado el temporal, o se estimaba demasiado héroe para condescender a tratar con nosotros, simples mortales.

Seguimos andando sin rumbo y asombrados. En pocos minutos el mundo se había transformado. El calor era el del verano, pero los árboles sin hojas ni frutos mostraban un panorama invernal. Carel olfateaba incansable los pájaros y alimañas muertos.

Con el ánimo invadido por raras e indefinibles sensaciones, me volví hacia la casa. A unos cien metros, en el camino que bordeaba el canal, divisé a mi padre que llegaba con pasos apresurados. Me quedé esperando sin saber qué hacer. Pensé que llegaría echando rayos y centellas. Había escuchado a mi madre decir que aquello significaba no sólo la pérdida de la cosecha de aquel año, sino también la del siguiente.

- ¿Están todos bien? – preguntó mi padre. – Sí, papá.- Me echó un brazo sobre los hombros. – Bueno, vamos a ver si mamá nos hace la comida.

Jamás pude olvidar aquella escena. Por primera vez vislumbré la grandeza de espíritu de mis padres y de todos aquellos vecinos que compartían nuestra vida.

miércoles, 15 de abril de 2009

Capítulo 14

Hacia fines de abril comenzaban los fríos y el aire se mantenía en una quietud de cristal. Las hojas cambiaban el color: las de los álamos, amarillas; las de las vides, rojas. El valle se pintaba con toda la gama policroma. Parecía la paleta de un pintor en la que se ensayaban todos los colores mezclados de las maneras más imprevistas. Al pie de las alamedas las hojas se iban acolchando.

En esos días, montado en el Bayo, nos íbamos con Carel hacia las bardas. Buscábamos las matas de tomillo que estrujadas entre las manos dejaban escapar su aroma dulzón. Asomados a la barranca mirábamos el valle colorido. Íbamos reconociendo las chacras recortadas allá abajo como los cuadros de un tablero. Desde las chimeneas el humo subía en columnas y se iba diluyendo en el azul del cielo, un azul que se acentuaba a medida que caía la tarde. Los gritos y el ruido del valle subían nítidos hasta nosotros.

Con frecuencia nuestro punto de observación estaba ubicado más abajo del recodo del río, de manera que parecía que el sol iba a hundirse en sus aguas. El lugar, la soledad y el clima de esa época influían de una manera extraña sobre el espíritu, invitando a la fantasía. Carel tal vez estuviera influído de la misma manera que yo y el Bayo, caída la cabezota pesada, parecía pensar no sé en qué cosas. A veces me acercaba y en sus grandes ojos mansos me deleitaba mirando el paisaje reflejado en miniatura.

Mientras el sol caía por el Oeste, por el Este asomaba una luna grande, dorada y redonda como una naranja. A mí se me antojaba que la luna y el sol, cada uno por su lado, tironeaban de la luz y que, si bien la luna perdía, se quedaba con un gran pedazo que hacía que las noches fueran menos luminosas que el día, pero siempre claras y profundas. Después el sol, como a quien se le corta la cuerda de la que está cinchando, caía al río y se apagaba como los carbones del fogón de los peones con el resto del agua del mate.

A esa hora regresábamos hacia las casas, callados, con toda la naturaleza metida dentro de nosotros. Elegíamos el camino a orillas de las alamedas para sentir bajo nuestros pies la crocante alfombra de las hojas secas.

En las ramas casi desnudas, los pájaros se acomodaban unos junto a otros para darse calor mutuamente. El aire se llenaba de su suave algarabía de píos, como si se comentaran las peripecias acaecidas durante el día antes de dormirse. Nuestro paso despertaba a la alimaña dormida entre las hojas, que escapaba con ruidos zigzagueantes. El Bayo, ensimismado en sus elucubraciones filosóficas, no les daba importancia; a lo sumo ponía las orejas en punta de vez en cuando. Carel, en cambio, no sé si porque estaba aburrido de la quietud anterior o por su instinto de cazador, o simplemente para darse importancia, daba grandes saltos y caía apoyando las manazas en el lugar donde suponía oculta su presa. Entonces el ruido se repetía en otro lugar y allá iba Carel. Nunca cazaba nada, pero creo que él tampoco tenía mucho interés en cazar y que aquello lo hacía como un juego más. Tal vez para divertirse y divertirme.

En sus juegos se quedaba atrás y luego yo sentía su galopar sobre las hojas hasta que llegaba a mi lado y frotaba su pelo húmedo con el relente contra mis piernas desnudas. Entonces yo hundía mis dedos en su pelambre espesa en una caricia larga y suave que era la manera de despedirnos hasta el día siguiente. Dejábamos el Bayo en el corral, le alcanzábamos su ración de pasto y bombeábamos el agua en el bebedero. Carel se dirigía a su cucha y yo entraba en la casa pregustando la escena que iba a presenciar.

A esa hora mi madre estaba preparando la comida y comenzaba a reunirse toda la familia en la cocina. Mis padres hablaban de sus cosas, mi hermano leía y mis hermanas tejían o cosían sus vestidos. No era raro que en manos de una de ellas fuera tomando forma una tricota que me preparaba para el invierno.

No muy lejos de la cocina de leña, yo buscaba un lugar y me ponía también a leer en espera de la cena y de las reuniones familiares que se producían después de comer y en las que no era raro que participara algún vecino. Esos momentos tenían para mí un encanto especial.

martes, 14 de abril de 2009

Capítulo 15

El invierno no gozaba de nuestras simpatías. Los días eran demasiado cortos, las noches muy largas y la tierra, que durante el resto del año se escurría cariñosamente entre nuestros pies descalzos, se tornaba fría, dura y cortante. Por suerte era breve y en el mes de agosto ya se podía observar cómo toda la naturaleza se preparaba para eclosionar.

Los sauces eran los que primero respondían a la acción de un sol más tibio que cada día se levantaba más temprano y se escondía más tarde. La piel de las ramas se tornaba brillosa y los botones se hinchaban con prontitud.

En los primeros días de agosto los grandes sauces llorones eran como islas verdes en medio de una naturaleza todavía desnuda. Sus largas ramas empujadas por la brisa semejaban a las banderas triunfantes que enarbolaba la primavera para dar a conocer su victoria sobre el invierno. Poco después aparecían las hojas de los álamos y luego todo el valle era una sola mata verde, enorme, continua.

¡Qué indecible placer era ver correr nuevamente el agua por las acequias, observar a los pájaros preparar sus nidos, oler la tierra húmeda y percibir el olor de la alfalfa en crecimiento! Y después la floración: los ciruelos blancos, los durazneros rosas y los manzanos rosiblancos, como si un hada se hubiera puesto a jugar con la paleta de un pintor gigante.

Me entusiasmaba seguir el proceso de la naturaleza: los botones reventando, el cuaje de las flores, la formación y crecimiento de los frutos, la cosecha, los cajones repletos de manzanas de todos los tamaños y colores.

Hasta mayor ignoré cómo se pronunciaban los nombres extranjeros de las variedades. Nuestros vecinos, españoles, italianos, alemanes o rusos, los pronunciaban cada uno a su manera.

Recuerdo que en una temporada de cosecha vino a trabajar con nosotros un criollo ya de edad y muy locuaz. Una tardecita en que, como de costumbre, pasaba a retirar los cajones con una rastra tirada por el Bayo, me detuve justamente frente a él. Mientras colocábamos los cajones, nos pusimos a charlar.

- ¿Usted sabe cómo se llama esta manzana? – preguntó.
- Algunos la llaman Rome Beauty, otros Rom Yibuti y otros Rom Botí, pero bien no sé – contesté.
- Eso le pasa por no saber inglés – añadió.
Se quedó un rato callado y después prosiguió:

- Cada uno dice las cosas como sabe. ¿Conoce el cuento del francés, el inglés y el criollo?
- No, don Damián, no lo conozco.
- Bueno, escuche. Había una vez un inglés, un francés y un criollo. El inglés y el francés discutían sobre quién pronunciaba más distinto de lo que escribía. Y el criollo, nada, se estaba calladito. Fíjense, decía el francés, que nosotros escribimos “eau” y pronunciamos “o”. Eso no es nada, interrumpió el inglés; nosotros escribimos Shakespeare y pronunciamos “Sespir”. Y la discusión seguía y seguía cada vez con más ejemplos. Hasta que el criollo se cansó y dijo: A mí me parece que ustedes están discutiendo inútilmente porque somos nosotros los que escribimos más distinto de lo que pronunciamos. El inglés y el francés se reían con superioridad.
- A ver – rieron los dos – dénos un ejemplo.
- Y… nosotros escribimos caballo y pronunciamos matungo.

Largué la carcajada. Me había causado gracia el cuento y la parsimonia y la tonadita con que me lo había contado don Damián.

Capítulo 16

El valle debía ejercer una gran atracción porque todos los años llegaba a radicarse algún nuevo colono. La mayoría eran italianos o españoles, pero también había árabes, alemanes, rusos y de otras nacionalidades. Algunos llegaban directamente desde su país de origen y no hablaban el castellano o lo hablaban muy poco. Me divertía escuchar aquella jerigonza inverosímil de los recién llegados.

Como era costumbre, a los pocos días aparecía el nuevo vecino en la casa a presentar sus saludos, o nosotros íbamos a la casa de él. Esta relación con extranjeros hacía que aprendiéramos palabras o frases en varios idiomas. A fuer de sincero, debo reconocer que la mayoría eran irreproducibles delante de los mayores.

Recuerdo a un muchacho que llegó con sus padres que se radicaron a poco más de un kilómetro de nuestra chacra. Un día que estábamos con Carel secándonos sobre la arena tibia después de un baño, apareció el chico de los nuevos vecinos.

- ¿Cómo te llamás? – pregunté.
- Franchisco – fue su respuesta. Más tarde me enteré de que su nombre era
simplemente Francisco, pero que los italianos pronunciaban la c como ch. No hablaba una sola palabra en castellano, pero con gestos y ademanes nos fuimos entendiendo y así iniciamos nuestros juegos.

A la hora de la merienda mamá nos llamó y me dijo que le preguntara qué quería comer. Como pude transmití la pregunta de mi madre.

- Pane con burro – me dijo. Aquella contestación me produjo gran hilaridad. ¿Pan con burro? ¿Y de dónde había sacado semejante gusto el gringuito este? Por otra parte, ¿dónde íbamos a conseguir nosotros carne de burro? Posiblemente fuera medio tonto.

En ese momento pasaba mi padre cerca y riendo le comenté la ocurrencia de nuestro vecinito.

- Decile a tu madre – dijo papá - que lo que el chico quiere es pan con manteca. ¿Cómo iba a saber yo que en italiano burro significaba manteca?

Carel no tenía problemas de idioma ni prejuicios raciales. Saltaba al lado del gringuito que de vez en cuando le tiraba trocitos de pan que él engullía sin preocuparse del significado de las palabras.

Capítulo 17

De tanto deambular por las chacras de la colonia, los perros de los vecinos nos conocían. Apenas si nos ladraban por compromiso, como para que sus dueños se enteraran de que cumplían con su deber. Algunos incluso, más mansos y confianzudos, salían a recibirnos con muestras de cariño.

Pero parece que los perros tienen una filosofía distinta de la de los humanos porque entre ellos era muy difícil que hicieran amistades. Por el contrario, cuando se encontraban, daban muestras de evidente disgusto y animosidad.

Evitaba llevar a Carel cuando sabía de antemano que podía producirse algún encuentro perruno, pero a veces las circunstancias eran imprevistas. Entonces lo llamaba a mi lado y lo sujetaba por el suave cuero de su cuello. Por su parte, Carel no demostraba tener mucho interés en medir fuerzas con sus congéneres. Se limitaba a dejar en descubierto sus largos colmillos afilados y blancos, como una amenaza o como un desprecio, no sé.

Con frecuencia, en nuestros paseos hacia las bardas, pasábamos frente a la última chacra sobre el desierto. Por caminar sobre las hojas o en busca de sombra, seguíamos el sendero junto a la alameda. Cuando nos acordábamos, al llegar frente a la casa nos desviábamos un poco, porque atado al tronco de un árbol estaba un perro, más o menos del tamaño de Carel. Nunca le habíamos hecho nada, pero demostraba tenernos profunda antipatía. Como el otro estaba atado, Carel se limitaba a erizar los pelos del lomo, pero no se detenía ni retribuía sus furiosos ladridos.

Una siesta, mientras la tarde hervía de chicharras, Carel y yo íbamos cachacientos y distraídos. Ya habíamos traspuesto la casa del vecino, cuando una carrera denunciada por el ruido de las hojas nos hizo dar vuelta. Carel recibió de costado el empellón de su enemigo y rodó unos pasos. Lo ví levantarse con los ojos irritados, la cola enhiesta, los pelos erizados.

Se miraron unos segundos de frente y no sé qué insulto se habrán dicho porque siguió una pelea en que se sucedían vertiginosamente rodadas, dentelladas y quejidos, sin que hubiera posibilidad de discernir de cuál de los perros provenían. Yo gritaba para calmarlos pero ellos no me hacían caso ni creo que me oyeran. Sentía un sabor amargo y pastoso en la boca y mi angustia aumentaba ante la imposibilidad de socorrer a mi amigo en peligro. Atraído por la gritería, apareció el vecino y también intentó separarlos, pero sin éxito. Por fin, fue en busca de un gran balde con agua y se la arrojó a los contendientes. Recién entonces cesó la pelea.

- Si no los separo, mi perro mata al tuyo – me dijo.
- No… - le contesté. Estaba demasiado emocionado y aturdido para
mantener una conversación, pero lastimaba mi orgullo que dijera que Carel había perdido la pelea. No sé si la hubiera ganado, pero se portó como un valiente.

Nos olvidamos del paseo y volvimos hacia nuestra casa. Carel hundió las patas delanteras en la acequia y bebió ansiosamente a grandes lengüetazos. Me acerqué a observarlo. Sobre una paleta se notaba nítidamente la dentellada del enemigo. Toda su piel estaba mojada y sucia. Lo abracé y le pasé la mano por el lomo, pero mis caricias le arrancaban quejidos de dolor. Seguimos hacia la casa, cada uno sumido en sus pensamientos.

- Te portaste, Carel – le dije. Él apenas me contestó con un movimiento de la cola y siguió caminando jadeante, la cabeza caída y chorreante la lengua. No sé si no me contestó porque estaba lastimado y dolorido o porque si después del combate se sentía demasiado héroe para compartir su importancia conmigo.

Durante la cena comenté el incidente. – Eso pasa por llevar el perro por todas partes – dijo mi hermano. Mi padre agregó: - los perros son para cuidar la casa y no para andar vagando. Desde mañana hay que atarlo a la cadena.

Quedé desilusionado y amargado. Pero ¿cómo?, ¿ése era todo el comentario que provocaba el gran incidente de Carel? ¿Y atar a Carel? Carel no era un perro; bueno, sí, era un perro, pero diferente de los demás. Carel era… bueno, era Carel.

Mamá me había servido una gran porción de flan. Disimuladamente la guardé y sigilosamente llegué hasta Carel que la engulló goloso. Se lo merecía.

A la mañana siguiente, esperanzado en que mi padre hubiera olvidado la disposición de la noche anterior, monté en el Bayo y salimos los tres a disfrutar de la mañana. Ya casi iba llegando a la tranquera, cuando escuché la voz paterna que me llamaba. Me volví con un triste presentimiento.

- Te dije que el perro tiene que quedarse en la casa. Andá a atarlo.

¡Carel encadenado y yo tenia que cumplir con esa horrible tarea! Me sentía como un verdugo. Le puse el collar, monté a caballo y me alejé seguido por sus ladridos suplicantes. El Bayo iba al paso, cabizbajo; tal vez compartía mi angustia. ¡No, no podíamos irnos sin Carel! ¿Qué clase de amigos éramos? Antes de llegar al recodo que formaba el linde de la chacra, nos volvimos. ¡Cuántas fiestas nos hizo Carel! Saltaba, tiraba de mis pantalones, me daba suaves mordiscos en las piernas, se quedaba parado en dos patas. – Carel, cumplo órdenes, yo no tengo la culpa -, ratos enteros me pasaba junto a él, pero no era posible estar todo el día sin hacer nada, así que debía abandonarlo con frecuencia. ¡Si por lo menos sus ladridos no me llamaran! … Pero cada vez que me alejaba repetía sus quejas. A veces lo miraba desde lejos y veía los esfuerzos que hacía por desprenderse del collar. Entonces se me ocurrió una idea: no podía desobedecer a mi padre, pero podía atarlo flojo. Cumplía con mi conciencia y le daba a Carel la oportunidad de liberarse.

A la mañana siguiente puse en práctica mis planes. Lo até, pero pasé la traba de la hebilla por el último ojal de la correa. Monté enseguida a caballo y me alejé al galope. Al llegar al esquinero, desmonté y esperé. Al rato, otro galope más suave y rápido, confirmó que mis planes se habían cumplido.

- Papá, yo no podía atar a Carel, ¿me entendés? Carel no era un perro. Bueno, sí, era un perro, pero… era Carel.

lunes, 13 de abril de 2009

Capítulo 18

Carel era un magnífico compañero, pero no hablaba. Posiblemente por esa razón o porque yo poseía una imaginación inquieta, con frecuencia conversaba solo en voz alta con interlocutores imaginarios. En mis largos paseos o en los momentos en que me sentaba debajo de algún árbol, inventaba personajes y situaciones. Los libros que leíamos servían de aliciente a mi imaginación. Recuerdo que me había impresionado especialmente uno titulado El Misterio del Cuarto Amarillo. Describía precisamente el misterio que rodeaba a un cuarto en el que sucedían cosas imposibles de explicar.

La imaginación inquieta, las lecturas excitantes y un descubrimiento fortuito, me hicieron protagonista de un hecho de misterio en el ámbito familiar.
En nuestra chacra, como en todas las de los vecinos, se producía leche y huevos en gran cantidad. En aquellos tiempos de economía nada se desperdiciaba, de manera que ambos productos se consumían en forma natural o preparados de distintas maneras. Yo sentía una gran debilidad por los flanes. En casa solían preparar flanes de veinticuatro huevos que, una vez sacados del horno, se dejaban enfriar y se comían como postre. Desmoldado el flan, la budinera venía a parar a mis manos. Pacientemente raspaba el azúcar usado para el caramelo. Pero aquellos pequeños anticipos no alcanzaban a satisfacerme. Como comer una porción de flan dejaba rastros y era motivo de una reprimenda, buscaba una pajita y, a escondidas, sorbía el apetitoso jugo. Esta acción fue sorprendida por una hermana mía y trajo como consecuencia un severo llamado de atención. Pero como la falta de jugo seguía produciéndose, optaron por guardar los flanes bajo llave en el aparador del comedor.
Desde entonces, muchas veces me detuve frente al aparador y a través del vidrio contemplaba goloso aquel elixir de los dioses que me estaba vedado. En una de esas ocasiones, algún duende despreocupado y travieso me hizo recordar que el ropero de mi madre tenía una llave similar a la del aparador. Sigilosamente retiré la llave del ropero y probé. Andaba. ¡Qué perspectivas maravillosas me abría aquella llave!
¿Y si alguien venía y me descubría? Ya dije que los libros de misterios y detectives habían avivado mi imaginación: tenía que preparar un plan perfecto.
Salí a meditar bajo un sauce junto al canal. Carel acudió juguetón pero lo eché sin contemplaciones. Asuntos mucho más graves que los juegos ocupaban toda mi atención.
Recordé que en el comedor había dos butacas de fabricación casera. Una cretona floreada ocultaba el hueco de la parte central. Probé meterme allí y comprobé que aunque encogido podía ocultarme con bastante rapidez.
No esperé más. Busqué una cañita, recogí la llave del ropero de mamá y abrí el aparador. Jamás había probado un flan tan rico. Como pensaba que gozaba de la impunidad más completa, bebí hasta la última gota de almíbar. El flan que antes era una redonda isla emergiendo de un lago de sabroso líquido, quedó seco y árido como las bardas.
Cuando mi hermana trajo el flan a la mesa esa noche, se armó el gran revuelo. Se tejieron miles de hipótesis y mi buena madre, pobre, hasta insinuó que me habían estado retando injustamente… Según ella, era posible que durante el enfriamiento, el flan hubiera reabsorbido el jugo. Yo también aventuraba alguna hipótesis como para alejar toda sospecha.
Pero mi hermana no era tan fácil de convencer como mi madre y redobló la vigilancia. Un día creí escuchar sus pasos que se acercaban mientras yo estaba con las manos en la masa, mejor dicho, con la pajita en el jugo. En el apuro cerré la puerta del aparador con violencia. El ruido que hizo me pareció más tremendo que un trueno de verano. Apenas tuve tiempo de esconderme debajo de la butaca. Espié por entre un trozo de costura un poco separado y ví entrar a mi hermana. Echó una mirada en derredor, fue hasta el aparador y tanteó la puerta cerrada. Escudriñó detrás de los muebles y antes de salir se detuvo despistada. Había oído ruidos y parecía no querer convencerse de que allí no pasaba nada.
El éxito de mi estratagema repetida día tras día me iba inflando de orgullo. ¡Oh, vanidad humana! Todo estaba muy bien pero yo necesitaba compartir mi éxito; necesitaba que se enteraran de lo que a mí me parecía la realización perfecta de un plan brillante. Repito, mi vanidad fue mi perdición.
Un día que había visitas comentaban el misterio de los flanes sin jugo. Cada una afirmaba que en sus casas el flan se conservaba con todo el jugo, sin disminución por más que permaneciera uno o dos días sin ser comido.
Mi hermana, entonces, expresó que estaba intrigada porque había oído ruidos en el aparador. Sin embargo – agregó – cuando fui no noté nada raro.

- Porque yo me escondí debajo de la butaca – dije ufano.

¡Oh, vanidad de vanidades! ¿Para qué habré hablado? Pero palabra y piedra suelta no tienen vuelta. Hube de explicar todo el secreto.

La presencia de visitas me salvó de una reprimenda mayor, aunque creí notar que mi madre hacía esfuerzos por no reír.

Arrepentido, cabizbajo, salí a caminar hacia las bardas. Carel me acompañaba mohino y callado. Tal vez él intepretaba la sensación de derrota que sentía yo. Tal vez intuía que en mi interior una rara mezcla de humillación, vanidad y vergüenza bailaba una dislocada ronda catonga.

Capítulo 19

Ya bien entrado el otoño o en pleno invierno, cuando los días se tornaban breves y las noches largas, las reuniones solían prolongarse después de la cena. A veces alguno de los vecinos más cercanos compartía la velada. Recuerdo en especial a uno que venía con más frecuencia y que llamábamos don Luigi. Era italiano, muy dado a conversar y amante de las bromas. Poseía una linda voz de tenor y varios trozos de ópera me quedaron grabados de tanto oírselos cantar. Vivía solo y sin familia, razón por la cual creo que nos consideraba a nosotros un poco sus parientes.

Había llegado al valle mucho antes que mis padres. Le encantaba atemorizarnos contándonos historias de indios y de aparecidos. Yo permanecía atento y temeroso pendiente de sus relatos que, como me enteré y deduje más tarde, eran casi sin excepción invenciones suyas. Cuando los argumentos eran demasiado espeluznantes, mi madre le regañaba diciéndole que no debía asustarnos. Él se defendía asegurando que eran sucedidos reales. Si alguno de mis padres insistía, terminaba diciendo: “Si non é vero é ben trovato” lo que según me enteré quería significar que si el cuento no era verdadero, por lo menos estaba bien inventado.

Pero ciertas o no, aquellas historias me atemorizaban y aunque me cayera de sueño no me atrevía a ir solo hasta mi cuarto. Lo que más despertaba mi interés eran las referencias a los indígenas, porque a pesar de que se hablaba mucho de ellos conocí a muy pocos. Muy a mi pesar, no se diferenciaban del resto de la gente como yo había imaginado.

Por la chacra, montando en un caballo tobiano, solía aparecer el indio Lauquén. Era de regular estatura y robusto. Vivía de lo que pedía de chacra en chacra. Influídos por tantas historias, las mujeres y los chicos se atemorizaban con su presencia. Lauquén era consciente del temor que inspiraba y lo usaba en su beneficio. Si había hombres se limitaba a pedir comida, pero si solamente estaban las mujeres abusaba de su prestigio de malo y exigía en su media lengua: Lauquén queriendo jamón, o chorizos con huevos fritos u otro de sus manjares predilectos. Sin embargo, nunca me enteré de que hiciera daño a nadie.
También por las calles del pueblo solía deambular otro indígena a quien llamaban Peñí. Nunca supe si era su verdadero nombre o su apodo porque en lengua autóctona Peñí significaba “hermano”. Peñí era ciego y tenía sus orejas perforadas con dos orificios del tamaño de una moneda, tal vez usados en su vida en la tribu para colocar adornos o algún símbolo de su autoridad. Tampoco nunca me enteré de que Peñí cometiera alguna fechoría.

Otro indígena trabajó en nuestra chacra. Su apellido era Nahuelcura que significa “tigre de piedra”. Decía que había sido príncipe en su tribu. Para mi desencanto, no se diferenciaba de los demás peones, solamente en que era más callado y en que jamás lo escuché silbar o cantar.

Por él me enteré de que a unos veinticinco kilómetros sobre la planicie había un pedrero indio. Un día pedí permiso a mis padres y a la mañana tempranito el Bayo, Carel y yo salimos en su búsqueda. Siguiendo las indicaciones que nos había dado el indio, casi sobre el mediodía divisamos un jagüel junto al cual se levantaba el rancho de un chivero bajo un gran tamarisco. En los alrededores ubiqué muchas puntas de flechas rotas. El dueño del rancho me regaló un mortero confeccionado con piedra rosada y adornado con dibujos que representaban la pata del avestruz.
Volví a casa muy ufano de mi excursión y conté excitado y orgulloso todas las peripecias del viaje. Un poco agrandadas, claro, pero siempre dentro de la verdad. Para mí, el menor, aquella aventura realizada sin otra compañía humana, adquiría una importancia similar a la Odisea o al cruce de los Andes.


El contacto con los pocos indios que conocí y mi gran excursión hicieron disminuir los efectos de las historias contadas por don Luigi. De cualquier manera, después de aquellas veladas, prefería esperar la ida de mi hermano al cuarto que compartíamos antes de decidir acostarme.

¡Si por lo menos hubiera estado Carel conmigo!... pero a Carel no le permitían la entrada en la casa, aunque yo sí lo hubiera permitido con mucho gusto. Seguramente Carel a esas horas estaría soñando con la sabandija que hacía ruido entre las hojas o con las liebres que todos los días corría inútilmente por los potreros.

Capítulo 20

Bordeado por enormes álamos, corría por medio de la chacra, dividiéndola en dos, un canal secundario. En verano venía lleno hasta los bordes y regaba todas las chacras de la colonia. Llegaba tan lejos que nunca supe dónde terminaba. En invierno cortaban el agua y allá por el mes de julio efectuaban la limpieza. Tanto en invierno como en verano el canal era motivo de atracción y de nuestras frecuentes visitas.

Hacia fines de noviembre comenzaba la época de los baños. Desde un puente que hacía las veces de trampolín me zambullía, mientras Carel ladraba bulliciosamente corriendo por la orilla. El Bayo, con las orejas gachas y los ojos semicerrados, dormitaba su siesta, dando vueltas en su filosofía equina a vaya a saber qué pensamientos que nunca nos comunicaba.

Sucedía casi siempre igual. Llamaba a Carel para que se bañara conmigo, pero el agua no era su debilidad. Ladraba llamándome pero cuidando de no acercarse demasiado porque sabía que yo lo arrastraría conmigo. Entonces yo salía y me sentaba en la orilla haciéndome el distraído. Al rato, Carel no podía con su genio y se acercaba. Comenzábamos a jugar con una rama tirando hacia lados contrarios. Este era uno de sus juegos predilectos. Se afirmaba en sus patas traseras y, entre respingos, daba frecuentes tirones tratando de arrebatármela. Entonces yo me dejaba caer al agua y el cabezón, por no ceder, se venía detrás de la rama. ¡Cómo jugábamos entonces! Nadaba casi tan ligero como yo y la rama quedaba un rato en poder de cada uno.

Mi única ventaja era que Carel jamás se zambullía; en cambio, yo nadaba varios metros debajo del agua y aparecía donde él menos lo esperaba. Entonces salía a la orilla y desde allí me ladraba reprochándome que usara una estrategia a la que él no podía recurrir.

Cansados nos íbamos a tirar en la arena caliente. Infaliblemente, Carel se acercaba al médano donde yo estaba tomando sol y sacudía su pelambre mojada llenándome de gotitas frescas. ¿Por qué será que los perros se sacuden cerca de las personas? ¿Lo hacen a propósito? Soy un convencido de que Carel lo hacía con toda intención.

Era delicioso revolcarse en los médanos para que la arena se pegara a la piel húmeda. Mientras me iba secando, observaba cómo se desprendían los granitos de arena. Parecía el proceso de las víboras cuando cambian la piel. Estas escenas se repetían varias veces durante el día.

A veces íbamos hasta el galpón en busca de una soga. Volvíamos tirando Carel de una punta y yo de la otra. Ataba al Bayo en un árbol y después lo bañaba a baldazos. Carel, con su gran bocaza abierta contemplaba la escena o daba saltos y ladridos como queriendo demostrar que él también participaba. El Bayo levantaba la cabeza, ponía las orejas en punta y esquivaba el agua sin mucha voluntad. Sin duda agradecía el baño que refrescaba aquellas siestas calientes como horno. Seguramente nos consideraba unos chiquillos porque ni con eso podíamos hacerlo partícipe de nuestros juegos. Por lo general, después de aquella ducha higiénica se revolcaba en la tierra. Su cuero quedaba lleno de arena y hojas.

¿Sería realmente un filósofo o sería un tonto?

domingo, 12 de abril de 2009

Capítulo 21

Se acercaba el término del ciclo escolar y mi hermano insistía en que toda la familia asistiera al acto de fin de curso. Me llamó la atención que insistiera tanto sabiendo que todos los años lo hacíamos. Pensé que por ser aquella la culminación de sus estudios primarios tenía un interés especial.

Y llegó el momento. Yo sabía que mis piernas de tanto andar descalzo entre la arena y los montes necesitaban ese día de una higiene más profunda. Por otra parte, también el examen de mi madre iba a ser más riguroso. Así que tomé cepillo y jabón y fui a lavarme al salto de la acequia, seguido, como siempre, por Carel. Cuando calculé que estaba presentable fui a que mi madre diera su aprobación. Superado el examen, me vestí.

Como a mis hermanos el arreglo personal les llevaba mucho máqs tiempo, salí al patio y vi a Carel echado todavía junto al salto de agua. Me pareció que él también necesitaba un buen baño. Lo metí en la acequia y después de jabonarlo prolijamente enjuagué su pelo brilloso. Me había cuidado muy bien de no ensuciarme, pero no bien lo solté se revolcó en la arena y tuvo la muy mala y peregrina idea de venir a sacudirse a mi lado. Me dejó imposible.

¡Ay, Carel, con qué gusto te hubiera dado una paliza! ¿Cómo hacer? , ¿cómo presentarme ante mi madre? Yo sabía perfectamente que tenía para salir solamente aquel conjunto que llevaba encima.

Estaba frente a la puerta sin decidirme a entras, cuando uno de mis hermanos me vio. Después de la consabida reprimenda, tuve que desvestirme y me secaron la ropa a fuerza de plancha. Mientras tanto, toda la familia esperaba y mi hermano me echaba miradas furibundas. Tuve que aguantar sin chistar una serie de comentarios no muy favorables respecto de mi conducta y la de Carel. Por fin, todos estuvimos listos y salimos.

¡Cómo me gustaba ver a mi familia engalanada! Mis tres hermanas marchaban adelante vestidas con largos trajes y grandes capelinas, cada una de un color distinto. Parecían flores blancas, rosa y verde pálido, trasportadas por tallos ondulantes.

Mi hermano llevaba un traje azul marino que yo le envidiaba. Sin embargo, sabía que algún día sería mío porque la ropa pasaba de hermano a hermano según íbamos creciendo. No podíamos darnos el lujo de usar modelos exclusivos.

Cuando todos estuvimos acomodados en el sulky emprendimos la marcha. Carel quiso seguirnos, pero a un solo grito de mi padre se volvió. ¿Cómo hacen los perros para saber quiénes son los que realmente tienen la máxima autoridad? Muchas veces yo salía y no quería que Carel me siguiera. Lo mandaba a casa pero no me obedecía al primer intento. Otras veces, sentado sobre sus patas trasera me miraba alejarme y cuando pensaba que me había olvidado de él, me alcanzaba a la carrera. Tenía que insistir repetidamente para que entendiera que mi decisión era definitiva.

El acto de la escuela se desarrolló como otros que yo había presenciado, pero tuvo un final imprevisto. El director se subió a la tarima. Llevaba un fútbol en la mano. dijo que aquel fútbol había sido donado para el mejor alumnos, cuyo nombre daría a conocer enseguida. Cuando oí el nombre de mi hermano, experimenté una sensación indefinible, mezcla de alegría, orgullo y emoción. Aplaudí a rabiar juntamente con todos. Con el rabillo del ojo alcancé a ver que mi madre se secaba una lágrima. Mi padre sonreía también con toda la cara. ¿Tenía también un brillo extraño en los ojos o me había parecido?

Con el fútbol debajo del brazo y tomado de la mano de mi hermano salí por entre una doble hilera de gente que nos aplaudía y nos felicitaba al pasar.

¡Qué grande me parecía mi hermano y cuántas cosas sabría!

viernes, 13 de marzo de 2009

Capítulo 22

El fútbol que mi hermano había obtenido como premio al finalizar sus estudios tuvo dos consecuencias inmediatas. La primera fue que en los días subsiguientes aumentaran mis paseos por las chacras vecinas. Contaba a los mayores el suceso con todo lujo de detalles y comunicaba la novedad a los chicos para que vinieran a jugar a casa. La segunda fue el cambio de imagen de mi hermano. Hasta ese día había sido mi hermano mayor y nada más, pero a partir de aquel premio que le distinguía como el mejor alumno, me pareció todo un hombre lleno de sabiduría. Lo que él decía no tenía discusión para mí. Hasta me parecía más alto.

Los chicos de la colonia habíamos jugado muchas veces al fútbol, pero con pelota de trapo. Una de esas pelotas que se confeccionaban rellenando una media vieja. Ahora teníamos un fútbol y sentíamos que eso nos daba cierta categoría de jugadores expertos. Decidimos formar un equipo para desafiar a los chicos de otros lugares.

Los entrenamientos se realizaban en casa y recuerdo que al principio, en cada descanso, le aplicábamos al cuero una friega de grasa para que no se resecara. Poco a poco fue perdiendo su color marrón y brillante y las aplicaciones de grasa se fueron espaciando hasta que se puso áspero y terroso.

Todo hubiera marchado a las mil maravillas si no fuera por Carel. No bien la pelota echaba a rodar, allá iba Carel detrás de ella queriéndola morder. Saltaba con nosotros para alcanzarla, y se cruzaba en el camino haciéndonos caer y, lo que era peor, muchas veces desviaba la pelota que sin su intervención habría penetrado en el arco contrario.

Los chicos lo retaban y a veces yo también, pero él no entendía o no quería entender. A mí, en verdad, me causaba gracia, pero a mis amigos les molestaba visiblemente esa intervención perruna. Esta circunstancia me provocaba reales conflictos. ¿Cómo hacerles entender a los chicos que Carel no era un perro como los demás? ¿Y cómo hacer comprender a Carel que la relación hombre-perro no es una ley universal y que los derechos y deberes perrunos variaban según los individuos?

Un hecho que me afectó profundamente vino a poner término a la situación.

Usábamos para nuestros entrenamientos una calle ancha que daba sobre el canal secundario. Allí no se podían realizar cultivos porque era jurisdicción de la Dirección Nacional de Irrigación, que la usaba como camino por donde transitaban los tomeros que inspeccionaban los canales.

Uno de los arcos daba sobre un puente que unía ambos lados de la chacra y bajo el cual pasaba el agua formando un sifón. Un puntapié desafortunado hizo que el fútbol nos sobrepasara. Todos nos dimos cuenta de que por la fuerza y la dirección que llevaba iba a caer al canal. Corrimos detrás de la pelota, pero Carel era más ligero y se nos adelantó. El muy tonto no supo calcular la frenada y resbaló y cayó al canal justo frente al sifón. Cuando llegamos no había ni rastros de Carel.

Una angustia tremenda puso su mano fría en mi garganta. Recordé que Carel nadaba bastante bien, pero que no sabía zambullirse. Seguramente, en esos momentos se estaba ahogando dentro del sifón. Me arrojé al agua vestido como estaba, me zambullí y abrí los brazos para abarcar toda la extensión de la negra abertura. Cuando calculé que ya había superado la anchura del puente, emergí, mojado por el agua y el llanto que ya no podía contener mi angustia. Durante el trayecto no había encontrado a Carel.

Me pasé las manos por la cara para secármela y apartar el pelo caído sobre los ojos. Entonces lo ví un poco más abajo, sacudiendo su oscura pelambre y estornudando el agua que había tragado involuntariamente. Me tiré a su lado y entonces el llanto desbordó mis párpados. Carel, tonto, lindo, pavote, querido, metido, Carel, Carel, Carel.

Tal vez la escena fuera ridícula, tal vez mi susto fue exagerado porque todos los chicos se reían. Sin embargo me pareció inhumano que no compartieran mi angustia.

No nos comprendían, nunca nos iban a comprender. Pero vos sí me comprendías. ¿No es cierto, Carel?

jueves, 12 de marzo de 2009

Capítulo 23

No todo era vagar con Carel y Bayo. En la chacra todos trabajábamos en la medida de nuestras posibilidades y las tareas iban aumentando de acuerdo con nuestra edad.

Por la mañana íbamos al colegio. Hasta tercer grado concurríamos a una escuela que estaba en la colonia y quedaba relativamente cerca. Para concluir nuestros estudios primarios teníamos que trasladarnos hasta e pueblo. Pero la chacra distaba más de siete kilómetros y debíamos hacer el trayecto a caballo. Carel, por supuesto, no era de la partida.

Para llegar a tiempo, en los meses de invierno salíamos de nuestras casas mucho antes de que amaneciera. Algunos compañeros que vivían más lejos solían esperarme en la tranquera. Después se iban agregando otros que habitaban en el trayecto. Era un espectáculo. Había caballos de todos los tamaños y colores. Por lo general eran muy mansos, pobres bestias jubiladas de años y años de rastrón.

El Bayo conocía el camino de memoria. No era necesario dirigirlo, pero en estos viajes diarios aprendí a conocerlo un poco más. Al contrario de Carel, juguetón y expresivo, el Bayo era introvertido y difícilmente podía deducir su estado de ánimo. Siempre pensé que era apático, sin iniciativas propias y, tal vez, un poco tonto. Poco a poco me fui dando cuenta de que de tonto no tenía nada y que sabía usar de su imaginación cuando era en provecho propio.

A pesar de conocer perfectamente el camino y saber que la meta final era la escuela, cuando salía de casa hacia el pueblo me costaba hacerlo galopar y encaraba todas las tranqueras que encontrábamos en el camino. En cambio, al regresar hacia el hogar, comenzaba a andar apenas ponía yo el pie en el estribo. Cuando ya estaba montado, sin que mediara ningún aliciente, tomaba el galope tendido. Entonces no hacía caso de ninguna tranquera y si yo quería desviarlo de su rumbo lo hacía de mala gana. Cuando estábamos llegando a los lindes de la chacra, lanzaba un relincho alegre que era contestado por los otros caballos que estaban en el corral o pastaban en los potreros.

Invariablemente, junto a la tranquera nos esperaba Carel. No sé por qué reloj se guiaba, pero siempre era puntualísimo a la cita. Y entonces se desarrollaba la escena de siempre. Carel, impaciente por jugar o por compensar su mañana inactiva, saltaba, daba pequeños ladridos, intentaba morder el hocico del Bayo o emprendía locas carreras a nuestro alrededor. El Bayo no le hacía caso. Tomaba un trotecito liviano y con las orejas en punta ensayaba cortos relinchos de salutación a sus congéneres. Indudablemente, prefería la compañía de sus semejantes a la nuestra.

Me gustaba ir al colegio. No comprendía a algunos muchachos que aprovechaban cualquier pretexto para faltar. Pasaba con gusto las horas de clase, aunque confieso que uno de los momentos más excitantes era el de la salida. La escuela estaba prácticamente rodeada de caballos que esperaban pacientemente mientras nosotros estudiábamos. Cuando salíamos, la cabalgata se deslizaba por las calles como las aguas de un canal. Al principio éramos como el canal principal y, a medida que nos alejábamos, formábamos los canales secundarios y al final las acequias.

Toda una mañana pasada fuera de la casa y sin probar bocado estimulaba mi apetito. Las abundantes comidas que preparaba mi madre me sabían deliciosas. Carel, impaciente por tanta separación, arañaba la puerta de la cocina. En esos momentos no sabía si reclamaba mi presencia o su comida, ya que sabía perfectamente que después de nuestro almuerzo venía el suyo. Prefería pensar que a quien reclamaba era a mí. Eso, además de ser más sentimental, halagaba mi vanidad.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Capítulo 24

Como dije antes, no todo era pasear y jugar. Había ciertas tareas que yo sabía que me correspondían. Por ejemplo, dar de comer a los animales, cuidar de que no les faltara el agua, regar, atar la viña, recoger los restos de la poda, hacer los mandados y alguna otra tarea imprevista.

Hacia el fin del otoño, el valle se encendía de colores. Uno podía detenerse delante de cada hoja como frente a un cuadro. Si no había viento, el espectáculo se prolongaba durante mucho tiempo. La más pequeña brisa desprendía las hojas que formaban después una alfombra multicolor debajo de cada árbol. Las ramas desnudas se erizaban hacia el cielo esperando la poda. Las tijeras hacían cric-cric, como pájaros que saltaran de rama en rama.

Yo hacía pequeños montones y los transportaba hasta las cabeceras de las hileras donde luego se quemaban lejos de las plantas. Las ramas más largas iban arrastrándose por el suelo y Carel no podía aguantar la tentación de morderlas y tirar en sentido contrario al de mi marcha. Más de una vez desparramó mi carga. Yo me fingía enojado y lo corría alcanzándolo. Entonces se quedaba un momento echado a la distancia, pero no tardaba en volver a las andadas. Tenía un diablo juguetón dentro de la piel y además sabía que yo no estaba realmente enojado. En caso de que lo estuviera, tampoco hubiera sido capaz de castigarlo.

Después de la poda de la viña, atábamos las ramas a los alambres con totora humedecida. Cada rama con su moñito parecía una niña con trenzas.

Los pájaros quedaban sin árboles donde guarecerse e invadían los galpones y las enramadas. En los atardeceres, su algarabía disonante era la última despedida del día.

A esa hora también encendíamos los montones de las ramas de la poda. ¡Qué lindo era mirar las llamas multicolores! Recuerdo que una de mis hermanas decía que cuando la madera arde devuelve todos los colores de los rayos del sol que recibió durante su vida. Después quedaban las parvas de brasas y nosotros aprovechábamos para asar castañas o choclos que saboreábamos a medida que se iban cocinando.

Pero la gran fiesta la constituían los pororós. Colocábamos sobre las brasas un pedazo de chapa y cuando se calentaba le pasábamos una arpillera para limpiarla. Después desparramábamos sobre la superficie granos de un maíz especial, de forma cilíndrica y terminados en punta. Nosotros le llamábamos maíz pisingallo. Carel y yo quedábamos esperando el momento en que comenzarían a reventar. Carel un poco retirado porque no era muy amigo del fuego y alguna vez una brasa pegada a sus patas le había enseñado que convenía mantenerse a distancia. Pero sus ojos quedaban fijos en los granos y sus orejas paradas como antenas.

Primero uno, después otro, y luego todos en una loca danza, comenzaban a saltar los pororós. Los que eran arrojados más lejos pertenecían a Carel, que la mayoría de las veces no los dejaba ni tocar el suelo. Era un espectáculo maravilloso. Los granos ambarinos, de repente, sin dar lugar a ver su transformación, se convertían en diminutos lirios crocantes. Era como asistir a un espectáculo de fuegos de artificio.

Cuando el frasco que llevaba estaba lleno, cesaba la función. Entonces me volvía hacia la casa con Carel pegado a mis piernas y mendigando un grano más. Me gustaba lanzarlos al aire y ver cómo Carel daba el salto con su bocaza abierta y escuchar el cluch de su boca al cerrarse, y luego quedar atento y expectante como si nunca hubiera comido.

Los pororós mezclados con miel constituían uno de mis manjares predilectos.

Capítulo 25

Frente a nuestra chacra pasaba el camino. Y más allá del camino, ancho como un río, corría el canal principal. Del otro lado estaban las vías del ferrocarril.

Con frecuencia había ido con Carel a ver pasar los trenes. En ocasiones, algún pasajero nos hacía adiós con la mano o el maquinista nos saludaba con una corta y alegre pitada. La máquina fabricando hongos de vapor y los vagones traqueteantes que la seguían en larga fila obediente nos entusiasmaban.

Muchas veces había pensado en viajar, pero no creí que el momento llegara tan pronto.

Sentado junto a la ventanilla miraba el paisaje esperando angustiado el momento en que pasaríamos frente a nuestra chacra.

Papá me había llevado a la estación. Casi no habíamos hablado, a pesar de que teníamos tantas cosas para decirnos. Me di cuenta de que estaba emocionado.

Yo también lo estaba.

- Estudiá mucho.
- Sí, papá.
- Cuidate mucho.
- Sí, papá.

Nos abrazamos. El tren arrancó separando nuestro abrazo como con un tajo.

El tren seguía corriendo. Llegó a la altura de nuestra chacra. Mi madre, mi hermano y mis tres hermanas me saludaban con la mano. Carel, sentado sobre sus patas traseras, completaba el grupo.

Una alameda cruel tapó la escena como si se corriera un telón. Tuve la impresión de viajar en un vehículo de otro planeta. El lugar donde estaba ya no era mi mundo.

Comprendí cuánto amaba a mis hermanas. A la mayor que me daba pequeños mordiscos en lugar de besarme por las mañanas; a la otra porque cuidaba de mi ropa y mis estudios; a la menor por tranquila y suave. Entendí cuán bueno es tener a un hermano mayor y sensato. Añoré el regazo de mi madre, donde me dormía en las veladas en que don Luigi contaba cuentos. Y admiré a mi padre, aquel hombre alto de ojos claros y mansos. Me di cuenta de que Carel era parte de mi vida.

Y más, advertí con sorpresa que no sólo amaba a mi familia y a aquel valle verde y exuberante, sino también al desierto de sampa y jarilla.

- Boletos.

La voz del guarda me sobresaltó.

Volveré, juro que volveré.