jueves, 16 de abril de 2009

Capítulo 13

Hacía un calor espeso. Por sobre la piel corría un sudor pegajoso. Entre los álamos caían baldazos de sol que se cuajaban sobre la tierra como charcos de fuego. Carel caminaba cansino, las orejas gachas y la cola golpeándole las patas. Tarde rara, con pájaros huidizos entre las ramas, chicharras silenciosas. Las gallinas se volvían hacia el corral. Los caballos emprendían en los potreros locas carreras, alto el cuello, las orejas levantadas hacia adelante y la cola enhiesta.

Sentía desgano y caminaba sin saber qué hacer. Debajo de un sauce que estaba a unos quinientos metros de la casa, me senté con una sensación extraña de cansancio y desasosiego. Desde el Este avanzaba una tormenta con nubes como montañas de algodón asentadas sobre una base gris verdosa. Marchaba a una velocidad inusitada. Toda la naturaleza se había quedado quieta como contemplando la desenfrenada carrera de las nubes.

Me pareció oír gritos. Miré hacia la casa y vi a mi madre que me llamaba con gestos nerviosos. Intrigado, me levanté y emprendí el regreso. Ya estaba llegando cuando un viento salido de la nada comenzó a arrastrar pequeños remolinos. La tormenta estaba encima de nosotros y se anunciaba con un trueno prolongado, intermitente, no muy fuerte pero de eco cavernoso.

Me quedé mirando el cielo desde la galería cubierta. De repente, en el patio cayó una piedra blanca, transparente, del tamaño de un huevo de gallina. Salí a buscarla, pero un grito de mi madre me hizo volver. Después cayó otra y otra, cada vez más seguido. Una piedra golpeó el techo de chapa y después fue el acabose. Como si hubiera sido una señal, el cielo se vino abajo en pedazos de hielo rudo y redondo. El techo sonaba con frenesí de tambores de guerra. La tierra se puso blanca en pocos momentos.

Ni mi padre ni mi hermano mayor estaban en casa. Mi madre y mis hermanas lloraban. Carel gruñía pegándose a mis piernas. El miedo y la impresión me habían paralizado.

En medio de aquellos chorros blancos vi pasar la figura encabritada del Bayo y a mi hermano que se tiraba de su lomo y venía corriendo hacia la casa. Se cubría la cabeza con el mandil que hacía las veces de montura. Mi madre corrió hacia él mientras su llanto de angustia se prolongaba ahora en llanto de alivio. Mi hermano se arremangó la camisa. El brazo con que había sujetado la rienda estaba cubierto de moretones.

Tan de repente como había comenzado, cesó la pedrea. Desde la tierra cubierta de tallos y hojas triturados subía un olor agrio. Las ramas desnudas parecían estirarse mostrando la corteza desgarrada. Caminábamos sin dirección contemplando el desastre. Debajo de las plantas, donde habían ido en busca de refugio, se veían grupos de gallinas y pollos muertos, lacias las plumas mojadas.

Con Carel nos fuimos hasta el corral de los caballos. El Bayo tenía las grandes orejas caídas y le temblaban los ijares. En los ojos dilatados se reflejaba en miniatura toda la grandeza del desastre. No nos miró siquiera. Tal vez su cabezota filosófica compartía la angustia de los adultos; tal vez se consideraba muy superior por haber aguantado el temporal, o se estimaba demasiado héroe para condescender a tratar con nosotros, simples mortales.

Seguimos andando sin rumbo y asombrados. En pocos minutos el mundo se había transformado. El calor era el del verano, pero los árboles sin hojas ni frutos mostraban un panorama invernal. Carel olfateaba incansable los pájaros y alimañas muertos.

Con el ánimo invadido por raras e indefinibles sensaciones, me volví hacia la casa. A unos cien metros, en el camino que bordeaba el canal, divisé a mi padre que llegaba con pasos apresurados. Me quedé esperando sin saber qué hacer. Pensé que llegaría echando rayos y centellas. Había escuchado a mi madre decir que aquello significaba no sólo la pérdida de la cosecha de aquel año, sino también la del siguiente.

- ¿Están todos bien? – preguntó mi padre. – Sí, papá.- Me echó un brazo sobre los hombros. – Bueno, vamos a ver si mamá nos hace la comida.

Jamás pude olvidar aquella escena. Por primera vez vislumbré la grandeza de espíritu de mis padres y de todos aquellos vecinos que compartían nuestra vida.

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