sábado, 18 de abril de 2009

Capítulo 11

Carel había escarbado hasta encontrar la tierra húmeda y se había echado de panza. La larga lengua rosada colgaba entre los colmillos blancos.

Sentado sobre un cajón de fruta vacío, mirara a mi madre lavar su pelo largo, abundante y negro. Siempre usaba rodete y muy difícilmente yo tenía ocasiones de ver su larga cabellera suelta.

De origen napolitano, conservaba intactos los rasgos de la raza. Morocha clara y de regular estatura, contrastaba con mi padre muy alto, intensamente rubio y de ojos de un azul muy claro, tan claro que parecía el color del agua. Cuando salía con mi padre yo me sentía orgulloso porque era el más alto y también, a mí me parecía, el más fuerte.

Hay instantes en la vida en que a uno se le ocurren cosas que vaya a saber por qué razón nunca se le ocurrieron antes. Por ejemplo, de repente, descubrí que mi madre era bonita. Jamás antes había analizado si mi madre o mis hermanas eran lindas. Simplemente las quería y ese sentimiento había descartado por completo la posible belleza o fealdad de mis parientes. Pero en ese momento, mientras miraba a mi madre enjuagar el chorro espeso de su pelo, pensé que era linda.

La idea, por lo novedosa para mí, me causaba una sensación de placer. Entonces, sin darme cuenta, como pensando en voz alta, le dije: - ¿Sabés una cosa, mamá? Sos bonita.

Mi madre detuvo sus movimientos bruscamente. Me miró mientras en su cara y en sus ojos se iba haciendo visible una sonrisa, se acercó y me besó en la cara.

Sobre mis espaldas su pelo me hizo húmedas cosquillas.

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