lunes, 20 de abril de 2009

Capítulo 8

El invierno se vengaba del sol. Aquel sol que durante el verano se paseaba largas horas caliente y brillante por un cielo azul, en invierno pasaba con prisa, pálido y tiritante, por entre nubes grises. Los días eran muy cortos y durante la noche la tierra se ponía dura de escarcha. La noche nos sorprendía a media tarde y, desde un cielo sin nubes, llovía una humedad invisible que mojaba los pastos y se colaba entre la ropa hasta congelarnos.

En esa época, la cocina, por ser más abrigada y amplia, era el lugar de reunión. Por regla general, conversábamos o leíamos mientras nuestra madre preparaba la comida. Otras veces, mientras los mayores leían en voz alta, los demás escuchábamos. Y así desfilaron en aquellas veladas Los Tres Mosqueteros, Veinte Años Después, Madame Bovary, Rojo y Negro y muchos más. Pero mis preferidos eran Allá Lejos y Hace Tiempo, Don Segundo Sombra, El Libro de las Tierras Vírgenes, Mark Twain y Martín Fierro.

Muy frecuentemente compartía nuestras veladas un vecino que vivía solo. Le gustaba mucho el canto y tenía una voz bastante bien timbrada. Por él fui penetrando poco a poco en el mundo de la música. Como a casi todos los italianos, le encantaban las óperas y solía cantar trozos de arias o comentaba el argumento de las representaciones a que había asistido allá, en su lejana Italia.

Cuando mi madre, ayudada por mis hermanas, terminaba la limpieza, la familia se reunía alrededor de la mesa y solía jugar a las cartas. Entonces yo le llevaba la comida a Carel y me volvía a sentar junto al fuego. Muchas veces me quedaba dormido y a la mañana me despertaba en mi cama sin saber cómo había llegado hasta la cama.

En ocasiones, mi hermano me llevaba a martinetear. Martinetear significaba ubicar los dormideros de las martinetas, encandilarlas con un potente farol y cazarlas con golpes en el cogote, y otras veces con la mano, sin necesidad de ningún arma. La caza estaba reservada a mi hermano, quien me llevaba nada más que seis años pero que a mí me parecía todo un hombre. Yo era el encargado de llevar la bolsa en la que se iban echando las presas obtenidas.

Aquellas aventuras nocturnas me proporcionaban encontradas emociones. Por una parte me sentía orgulloso de participar en menesteres de hombre y, por otro lado, era incapaz de matar. Sentía compasión por aquellos animalitos indefensos que despertaban asombrados y enceguecidos por la luz y eran fácil presa del cazador. Además, los ruidos de la noche me sobresaltaban y, aunque disimulaba mis temores, trataba de mantenerme cerca de los mayores.

¡Si hubiese estado Carel! … Pero Carel no compartía nuestras nocturnas partidas de caza. Yo lo hubiera llevado con mucho gusto, pero mi hermano se oponía porque el muy torpe era un curioso infatigable que metía su hocico en todas partes. Ladraba a las sombras y se sentía importante marchando siempre delante de nosotros, de manera que espantaba a las posibles presas. De muy mala gana se quedaba en la casa.

Cuando volvíamos de nuestras recorridas, desde lejos le silbaba. En el silencio de la noche escuchaba su carrera loca por entre las alamedas. Llegaba, saltaba, olisqueaba la bolsa con las martinetas, daba pequeñas carreras en círculo, tiraba de mis pantalones o levantaba alguna rama provocándome para que se la quitara.

Me emocionaban estas demostraciones de afecto. Cuando llegábamos a la casa, me quedaba un ratito con él afuera y hacía correr mis dedos entre su pelo espeso mientras me disculpaba: - Yo quería llevarte, ¿sabés?, pero no me dejaron.

Él me entendía. Sí, claro que me entendía.

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