lunes, 20 de abril de 2009

Capítulo 7

No lejos de la casa estaba el horno para cocinar el pan. Tenía la forma de un iglú con una abertura en la parte superior y estaba construido con barro y ladrillos. Dos veces en la semana mi madre, después de cenar, preparaba la levadura. Para mí eso significaba que a la mañana siguiente debía juntar las ramas resultantes de la poda de la viña o de los frutales, o ir en busca de troncos de jarilla para calentar el horno. Por la boca en semicircunferencia iba introduciendo los leños hasta ocupar íntegramente su capacidad y luego encendía el fuego. A través del orificio que hacía las veces de chimenea, salía en un comienzo un humo oscuro y espeso que se elevaba recto hacia el cielo como si un niño hubiese hecho un trazo borroso sobre un papel azul. Después, cuando la combustión era completa, se ibae esfumando poco a poco, como si el mismo chico, arrepentido de su travesura, intentara borrarlo como un deber mal hecho.

Cuando los leños se habían consumido, se retiraban las brasas y con una especie de cepillo de arpillero se limpiaba de cenizas el piso del horno. Mi madre, entonces, introducía los panes redondos con dos cortes en forma de cruz en la parte superior y tapaba la chimenea y la boca. Desde ese momento mi tarea como ayudante de panadero había concluído. Yo aprovechaba el tiempo en que los panes se cocinaban para ir a batir la crema de leche. En una gran fuente se depositaba la nata que se recogía diariamente después de haber dejado la leche al sereno. Sentado sobre una silla baja, batía constantemente la crema que se iba espesando. Cuando parecía que mi brazo ya no iba a aguantar más, de repente, se solidificaba transformándose en manteca. Para ese entonces el olor del pan recién hecho entraba como un duende cuentero por mi nariz y resbalando hasta el estómago me hacía dulces cosquillas.

Mi madre sacaba los panes del horno, altos, redondos, cubiertos con una dorada corteza crocante que encerraba la miga blanca y porosa. No había necesidad de palabras porque aquello ya se había transformado en una especie de rito; mi madre cortaba el pan por la mitad y me daba una rebanada aún caliente. De allí iba al tazón donde tenía preparada la mezcla de manteca y miel y despuès a caminar, seguido por Carel que, con saltos pedigüeños, reclamaba su parte. Si compartíamos todo, ¿cómo no compartir aquel manjar? Yo le tiraba pequeños trozos que después de describir un arco iban a caer a su bocaza que se cerraba con un golpe seco. Pero el muy caradura ni masticaba; parecía que el pan entraba por el embudo de su boca y seguía directamente al estómago. Y otra vez se repetían los saltos, la boca abierta, las orejas tiesas y los ojos suplicantes.

- Masticá, Carel, masticá; ¿cuándo vas a aprender buenos modales?

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