martes, 21 de abril de 2009

Capítulo 6

Hasta entonces, todos nuestros vecinos eran chacareros. Esta vez, el recién llegado desmontó un pequeño claro, fabricó los adobes, levantó un pequeño rancho e instaló en las cercanías la bomba de agua. Las señales del desmonte y la emparejada no aparecieron. Aquel hombre pensó que entre tantos que practicaban la agricultura podría encontrar un porvenir dedicándose a la ganadería y así comenzó con una majadita de chivas y algunas ovejas. Contrariamente a lo que había sucedido con otros vecinos, el Chivero – así lo llamamos cuando nos enteramos de sus actividades – no apareció por las casas a saludar ni siquiera a buscar alguna herramienta prestada. Todo eso lo rodeaba de un aire misterioso y había despertado nuestra curiosidad.

Durante una siesta, una de esas típicas siestas de enero en que toda la tierra es una fragua y los pies calzados se queman sobre la tierra caliente, estaba yo sentado a la sombra de un sauce a la orilla del canal. El Bayo descabezaba su filosófico sueño bajo la enramada y Carel, después de escarbar la tierra húmeda, se había tirado cuan largo era. Las chicharras ejecutaban un monótono concierto de élitros chirriantes.

Estaba aburrido. Ni pensar en montar el Bayo con ese calor del infierno: mi padre se habría enojado. Carel, siempre dispuesto a jugar, apenas si había contestado con un simple movimiento de la cola a mi llamado. Desairado, le tiré un balde de agua. Recién entonces se levantó, sacudió su pelambre cerca de mi – los perros siempre se sacuden donde pueden salpicar – y me siguió de mala gana. Optamos por lo más lógico para aquella hora: nos metimos entre dos alamedas que bordeaban una acequia y nos fuimos chapaleando el agua distraídamente. Sin darme cuenta de cómo había llegado, me encontré de repente contemplando el rancho del Chivero. Todo estaba en silencio. Hacia la derecha, junto a nuestra acequia, crecía un sauce cuya copa ofrecía un buen resguardo. Miré hacia allí. Bajo su sombra, una niña de unos diez años jugaba con una muñeca de trapo. Me acerqué. ¡Hola! – le dije. Giró hacia mí su rostro moreno donde se destacaban unos enormes ojos claros, tan grandes como yo nunca había visto. Me acerqué esperando una contestación que no llegaba. Carel, entrometido como siempre, se había sentado sobre sus patas traseras y tenía su bocaza abierta como en una amplia sonrisa. Aquel silencio me colocaba en una situación desairada. – Che, ¿no sabés hablar? – Se levantó, recogió la muñeca y se fue corriendo hacia la casa. ¡Tonta!, alcancé a gritarle antes de que entrara.

Aquella desatención, completamente desusada entre los chicos de la colonia, me dejó amoscado. Cuando llegué a casa comenté el asunto: - El Chivero tiene una chica; sí, grande, pero medio tonta. Hoy la saludé y no me contestó.

Por la noche, don Ángel, el vecino más cercano, vino a pedir prestado el Bayo para el día siguiente. Tenía que ir al pueblo y todos sus caballos estaban agotados por las jornadas de rastrón. Durante la conversación, don Ángel se refirió al nuevo vecino y se lamentó de que la única hija que tenía fuera muda. ¿Muda? Entonces… Contrariamente a lo acostumbrado, aquella noche tardé en dormirme. Me sentía culpable de la ofensa que le había hecho sin querer.

A la siesta siguiente junté los duraznos más grandes y maduros. Espié desde lejos y comprobé que la muchacha estaba en el mismo lugar del día anterior. Crucé la alameda antes de llegar para poder ir hacia ella de frente y no sorprenderla para que no se asustatara. Le alcancé un durazno y, como lo aceptó me senté frente a ella. Comía seriamente mientras yo contemplaba aquellos ojos grandes, enormes, inmensos. Durante todo el tiempo que la traté no dejaron de llamarme la atención sus ojos y la seriedad permanente de su cara melancólica. Carel también la miraba y movía la cabeza hacia un lado y hacia otro para congraciarse. Durante mucho tiempo aquellos encuentros se repitieron a diario, siempre en silencio porque a mí me parecía una falta de consideración hablar sabiendo que ella era muda. Sin embargo se había establecido una fuerte corriente de afecto entre los dos, mejor dicho, entre los tres.

Pero mientras nosotros dejábamos correr las horas en nuestros coloquios mudos, el desierto tramaba su desquite por la intromisión del hombre. Aquellas praderas secas, áridas, no daban sustento en forma natural. El hombre tenía que arrancarles a viva fuerza lo que la naturaleza se negaba a dar por propia voluntad. Las ovejas se morían y los chivos crecían flacos y raquíticos.

Un día el Chivero decidió ir a probar fortuna en otras regiones menos inhóspitas. Cargó sus pertenencias en una chata y abandonó la colonia. Cuando me enteré, corrí hasta la tranquera para verlos pasar. Marido y mujer iban sentados en el pescante; ella en cambio, se había acomodado sobre un colchón en la parte posterior. Cuando pasaron, siempre seriecita, levantó una mano que me hizo adiós. Me pareció que sus grandes ojos claros estaban más brillantes que de costumbre. Tal vez una humedad que no alcanzó a ser lágrima.

Nunca supe su nombre, aunque para mí se llamaba Laura porque ese nombre me resultaba profundo y musical. Alguien me contó que no era muda de nacimiento sino que no hablaba desde una vez en que sus padres tuvieron que dejarla sola en el rancho. Tampoco supe nunca su verdadera historia.

¿Dónde estarás, Laura? ¿Cómo será tu mundo de silencio?

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