sábado, 18 de abril de 2009

Capítulo 10

Durante los meses de febrero y marzo, los días solían ser muy calurosos y las noches frescas. Ya al anochecer, comenzaba a caer un rocío fresco que mojaba los campos.

Me levantaba temprano, con el sol apenas salido, corría con Carel hacia los potreros que tenían la alfalfa recién cortada y me tiraba de panza en el suelo. En la punta de cada rama de pasto, en cada hoja, el sol se irisaba en arco iris multiplicado al infinito. Carel corría entre las matas, dando ladridos nerviosos a alguna liebre rezagada. Después volvía, la lengua chorreante, las patas mojadas, y se paraba a mi lado dándose aires de importante. Entonces yo recogía una rama, se la ponía en la boca y salíamos corriendo, tirando cada uno por su lado.

Ya a esa hora, mis hermanas estaban ordeñando las vacas. Pasábamos por la casa, recogía un gran tazón y nos íbamos en dirección a los corrales. La vaca, una lechera con el cuero negro estampado con grandes manchas blancas, era mansa. Se dejaba ordeñar sin necesidad de usar la manea. Indudablemente sentía por los perros una profunda antipatía. En cuanto nos acercábamos se ponía nerviosa, agachaba la cabeza y enfilaba sus cuernos hacia Carel, que optaba por una retirada disimulada. Se quedaba acostado lejos, con el ceño interrogante y como reprochándome que lo abandonase en esos trances.

Yo le alcanzaba el tazón a mi hermana, que lo colocaba lejos de la ubre y ordeñaba con energía produciendo abundante espuma. Casi sin respirar tomaba aquel líquido tibio mientras la espuma se reventaba en mil globitos contra mi paladar. Después ordeñaba en el jarro otro poco de leche para Carel, que yo le ponía en un plato lejos del corral. Él la tomaba con la gran cuchara de su lengua a despecho de la antipatía que la vaca pudiera tenerle. Esto se repetía todas las mañanas, como un ritual.

Con el estómago tonificado por la leche tibia, íbamos hasta el corral de los caballos y abríamos la tranquera para que salieran a pastar. Entonces me enhorquetaba en un palo y cuando el Bayo pasaba al trote me dejaba caer sobre su lomo blando. Y otra vez hacia los potreros.

La obsesión de Carel eran los teros. Cuando los veía, agachaba las orejas, corría sigilosamente y les tiraba horribles dentelladas cuando remontaban el vuelo. Naturalmente, jamás agarró uno ni tampoco encontrábamos sus nidos. Aquello se repetía diariamente y hasta llegué a creer que los teros nos esperaban para burlarse de nosotros. Al advertir nuestra presencia, lanzaban nerviosos gritos y emprendían breves y rápidas carreras.

Cuando la alfalfa estaba recién cortada, evitábamos caminar por los potreros porque sus tallos filosos nos lastimaban los pies descalzos. Los cuadros segados me hacían acordar del hijo del vecino que estaba cumpliendo el servicio militar.

También era costumbre de mi madre en esas ocasiones, poner a secar al sol las sábanas blanquísimas tendidas en el pasto. Carel era despreocupado y torpe, no tenía noción de que hubiera zonas vedadas para nosotros. Entusiasmado con los teros, pasaba corriendo sobre la ropa y dejaba marcadas sus enormes patazas. Mi madre, entonces, tomaba la rama que le quedaba más a mano y lo corría. Jamás lo alcanzaba, claro. Carel se llegaba hasta mí con la cola entre las patas y me miraba buscando mi apoyo o mi defensa. Yo sabía que la rama que en aquellos momentos estaba en manos de mi madre no era parte de una simple comedia y que mi integridad física corría peligro por cómplice. Entonces me hacía también el desentendido y buscábamos otros lugares más apartados y propicios.

El Bayo nos veía pasar silenciosos, ponía las orejas en punta como en una muda interrogación y a veces, muy pocas, nos saludaba con un relincho. Pero generalmente nos saludaba con un relincho. Pero generalmente nos ignoraba y seguía rumiando su filosofía sin importarle nuestra situación.

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