martes, 21 de abril de 2009

Capítulo 5

Los campos recién emparejados se sembraban con alfalfa y cebada y se dedicaban a potrero por uno o dos años. Después se plantaban vides o frutales. Cuando no se destinaba a producir semilla, la alfalfa aguantaba cuatro y hasta cinco cortes por año. Después de dejarlo orear, el paso era rastrillado y luego engavillado. Toda la alimaña que se había criado en los potreros se refugiaba entonces debajo de las gavillas. Cuando los pequeños montículos se alzaban para ser llevados hasta la chata, cuises, ratones, lagartijas y otros bichos se desparramaban en todas las direcciones.

Aquello era una fiesta grande para Carel. Se paraba junto a una gavilla y esperaba excitado, la gran bocaza abierta, la cola en vaivén nervioso, los músculos tensos listos para el salto. Pero jamás comía de aquella caza menor. Su debilidad eran las liebres.

El desierto reseco servía de guarida a los animales silvestres, pero no les proporcionaba alimento. Al atardecer, las liebres bajaban a los potreros por los senderitos que habían con su constante pasar día tras día. La liebre usa siempre el mismo camino y esa costumbre seca la vegetación y raya los potreros con sendas zigzagueantes.

Por las tardecitas, dábamos recorridas con Carel tratando de espantarlas. Las liebres sentían predilección por las cáscaras de los frutales nuevos, a los que había que pintar con cal y envolver con pichana para que no los dañaran.

Uno de los senderos cruzaba en diagonal un largo potrero y llegaba hasta las plantaciones nuevas de manzano. Por allí pasaba diariamente una liebre enorme y también, casi a diario, se desarrollaba la misma escena. Carel la divisaba y comenzaba la cacería. Liebel – así la había bautizado yo porque me resultaba familiar de tanto verla – comenzaba a huir sin mucho apuro. Parecía no querer alejarse demasiado de su comida. A medida que el perro se acercaba aumentaba la velocidad. Carel se excitaba y emitía agudos ladridos. Cuando ya parecía alcanzarla, Liebel hacía una rápida gambeta y el perro seguía de largo. Cuando volvía sobre sus pasos se reanudaba la persecución, hasta que la liebre encaraba hacia el monte y entonces pasaba veloz bajo los alambrados, contra los que chocaba infaliblemente Carel. Cansado, maltrecho y humillado, volvía a mi lado y caminaba con la cabeza gacha y la lengua chorreando sudor. - ¡Carel, sos un tonto!

Pero Carel era inteligente, debo reconocerlo. Comprendió que en terreno despejado jamás alcanzaría a Liebel. Un atardecer en que la divisamos camino a los manzanos, Carel dio un rodeo y la obligó a huir sobre el alfalfar crecido. El pasto estaba alto y Liebel ya no podía correr sino que tenía que avanzar a los saltos. Cuando se dio cuenta de la desventaja quiso volver, pero ya era tarde. Carel corría sin trabas sobre el pastizal y al poco trecho ya lo tenía encima. Los gritos desesperados y agudos de Liebel cortaron el silencio de la tarde y me penetraron como una espina. Me di vuelta porque no quería ver el fin del animal al que de tanto verlo ya había aprendido a querer. Los gritos se hicieron cada vez menos frecuentes, cada vez menos fuertes.

Espantando una emoción que no quería sentir, me volví sin esperar a Carel. Antes de llegar a la casa me alcanzó. Estaba radiante. Entre sus afilados dientes traía los despojos sangrantes, desgarrados, de Liebel. ¡Fuera! – le grité - ¡Sos un tonto! Se detuvo y me miró desconcertado.

¡Cómo iba a hacer para explicarle, cómo lograr que me comprendiera!

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