viernes, 13 de marzo de 2009

Capítulo 22

El fútbol que mi hermano había obtenido como premio al finalizar sus estudios tuvo dos consecuencias inmediatas. La primera fue que en los días subsiguientes aumentaran mis paseos por las chacras vecinas. Contaba a los mayores el suceso con todo lujo de detalles y comunicaba la novedad a los chicos para que vinieran a jugar a casa. La segunda fue el cambio de imagen de mi hermano. Hasta ese día había sido mi hermano mayor y nada más, pero a partir de aquel premio que le distinguía como el mejor alumno, me pareció todo un hombre lleno de sabiduría. Lo que él decía no tenía discusión para mí. Hasta me parecía más alto.

Los chicos de la colonia habíamos jugado muchas veces al fútbol, pero con pelota de trapo. Una de esas pelotas que se confeccionaban rellenando una media vieja. Ahora teníamos un fútbol y sentíamos que eso nos daba cierta categoría de jugadores expertos. Decidimos formar un equipo para desafiar a los chicos de otros lugares.

Los entrenamientos se realizaban en casa y recuerdo que al principio, en cada descanso, le aplicábamos al cuero una friega de grasa para que no se resecara. Poco a poco fue perdiendo su color marrón y brillante y las aplicaciones de grasa se fueron espaciando hasta que se puso áspero y terroso.

Todo hubiera marchado a las mil maravillas si no fuera por Carel. No bien la pelota echaba a rodar, allá iba Carel detrás de ella queriéndola morder. Saltaba con nosotros para alcanzarla, y se cruzaba en el camino haciéndonos caer y, lo que era peor, muchas veces desviaba la pelota que sin su intervención habría penetrado en el arco contrario.

Los chicos lo retaban y a veces yo también, pero él no entendía o no quería entender. A mí, en verdad, me causaba gracia, pero a mis amigos les molestaba visiblemente esa intervención perruna. Esta circunstancia me provocaba reales conflictos. ¿Cómo hacerles entender a los chicos que Carel no era un perro como los demás? ¿Y cómo hacer comprender a Carel que la relación hombre-perro no es una ley universal y que los derechos y deberes perrunos variaban según los individuos?

Un hecho que me afectó profundamente vino a poner término a la situación.

Usábamos para nuestros entrenamientos una calle ancha que daba sobre el canal secundario. Allí no se podían realizar cultivos porque era jurisdicción de la Dirección Nacional de Irrigación, que la usaba como camino por donde transitaban los tomeros que inspeccionaban los canales.

Uno de los arcos daba sobre un puente que unía ambos lados de la chacra y bajo el cual pasaba el agua formando un sifón. Un puntapié desafortunado hizo que el fútbol nos sobrepasara. Todos nos dimos cuenta de que por la fuerza y la dirección que llevaba iba a caer al canal. Corrimos detrás de la pelota, pero Carel era más ligero y se nos adelantó. El muy tonto no supo calcular la frenada y resbaló y cayó al canal justo frente al sifón. Cuando llegamos no había ni rastros de Carel.

Una angustia tremenda puso su mano fría en mi garganta. Recordé que Carel nadaba bastante bien, pero que no sabía zambullirse. Seguramente, en esos momentos se estaba ahogando dentro del sifón. Me arrojé al agua vestido como estaba, me zambullí y abrí los brazos para abarcar toda la extensión de la negra abertura. Cuando calculé que ya había superado la anchura del puente, emergí, mojado por el agua y el llanto que ya no podía contener mi angustia. Durante el trayecto no había encontrado a Carel.

Me pasé las manos por la cara para secármela y apartar el pelo caído sobre los ojos. Entonces lo ví un poco más abajo, sacudiendo su oscura pelambre y estornudando el agua que había tragado involuntariamente. Me tiré a su lado y entonces el llanto desbordó mis párpados. Carel, tonto, lindo, pavote, querido, metido, Carel, Carel, Carel.

Tal vez la escena fuera ridícula, tal vez mi susto fue exagerado porque todos los chicos se reían. Sin embargo me pareció inhumano que no compartieran mi angustia.

No nos comprendían, nunca nos iban a comprender. Pero vos sí me comprendías. ¿No es cierto, Carel?

jueves, 12 de marzo de 2009

Capítulo 23

No todo era vagar con Carel y Bayo. En la chacra todos trabajábamos en la medida de nuestras posibilidades y las tareas iban aumentando de acuerdo con nuestra edad.

Por la mañana íbamos al colegio. Hasta tercer grado concurríamos a una escuela que estaba en la colonia y quedaba relativamente cerca. Para concluir nuestros estudios primarios teníamos que trasladarnos hasta e pueblo. Pero la chacra distaba más de siete kilómetros y debíamos hacer el trayecto a caballo. Carel, por supuesto, no era de la partida.

Para llegar a tiempo, en los meses de invierno salíamos de nuestras casas mucho antes de que amaneciera. Algunos compañeros que vivían más lejos solían esperarme en la tranquera. Después se iban agregando otros que habitaban en el trayecto. Era un espectáculo. Había caballos de todos los tamaños y colores. Por lo general eran muy mansos, pobres bestias jubiladas de años y años de rastrón.

El Bayo conocía el camino de memoria. No era necesario dirigirlo, pero en estos viajes diarios aprendí a conocerlo un poco más. Al contrario de Carel, juguetón y expresivo, el Bayo era introvertido y difícilmente podía deducir su estado de ánimo. Siempre pensé que era apático, sin iniciativas propias y, tal vez, un poco tonto. Poco a poco me fui dando cuenta de que de tonto no tenía nada y que sabía usar de su imaginación cuando era en provecho propio.

A pesar de conocer perfectamente el camino y saber que la meta final era la escuela, cuando salía de casa hacia el pueblo me costaba hacerlo galopar y encaraba todas las tranqueras que encontrábamos en el camino. En cambio, al regresar hacia el hogar, comenzaba a andar apenas ponía yo el pie en el estribo. Cuando ya estaba montado, sin que mediara ningún aliciente, tomaba el galope tendido. Entonces no hacía caso de ninguna tranquera y si yo quería desviarlo de su rumbo lo hacía de mala gana. Cuando estábamos llegando a los lindes de la chacra, lanzaba un relincho alegre que era contestado por los otros caballos que estaban en el corral o pastaban en los potreros.

Invariablemente, junto a la tranquera nos esperaba Carel. No sé por qué reloj se guiaba, pero siempre era puntualísimo a la cita. Y entonces se desarrollaba la escena de siempre. Carel, impaciente por jugar o por compensar su mañana inactiva, saltaba, daba pequeños ladridos, intentaba morder el hocico del Bayo o emprendía locas carreras a nuestro alrededor. El Bayo no le hacía caso. Tomaba un trotecito liviano y con las orejas en punta ensayaba cortos relinchos de salutación a sus congéneres. Indudablemente, prefería la compañía de sus semejantes a la nuestra.

Me gustaba ir al colegio. No comprendía a algunos muchachos que aprovechaban cualquier pretexto para faltar. Pasaba con gusto las horas de clase, aunque confieso que uno de los momentos más excitantes era el de la salida. La escuela estaba prácticamente rodeada de caballos que esperaban pacientemente mientras nosotros estudiábamos. Cuando salíamos, la cabalgata se deslizaba por las calles como las aguas de un canal. Al principio éramos como el canal principal y, a medida que nos alejábamos, formábamos los canales secundarios y al final las acequias.

Toda una mañana pasada fuera de la casa y sin probar bocado estimulaba mi apetito. Las abundantes comidas que preparaba mi madre me sabían deliciosas. Carel, impaciente por tanta separación, arañaba la puerta de la cocina. En esos momentos no sabía si reclamaba mi presencia o su comida, ya que sabía perfectamente que después de nuestro almuerzo venía el suyo. Prefería pensar que a quien reclamaba era a mí. Eso, además de ser más sentimental, halagaba mi vanidad.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Capítulo 24

Como dije antes, no todo era pasear y jugar. Había ciertas tareas que yo sabía que me correspondían. Por ejemplo, dar de comer a los animales, cuidar de que no les faltara el agua, regar, atar la viña, recoger los restos de la poda, hacer los mandados y alguna otra tarea imprevista.

Hacia el fin del otoño, el valle se encendía de colores. Uno podía detenerse delante de cada hoja como frente a un cuadro. Si no había viento, el espectáculo se prolongaba durante mucho tiempo. La más pequeña brisa desprendía las hojas que formaban después una alfombra multicolor debajo de cada árbol. Las ramas desnudas se erizaban hacia el cielo esperando la poda. Las tijeras hacían cric-cric, como pájaros que saltaran de rama en rama.

Yo hacía pequeños montones y los transportaba hasta las cabeceras de las hileras donde luego se quemaban lejos de las plantas. Las ramas más largas iban arrastrándose por el suelo y Carel no podía aguantar la tentación de morderlas y tirar en sentido contrario al de mi marcha. Más de una vez desparramó mi carga. Yo me fingía enojado y lo corría alcanzándolo. Entonces se quedaba un momento echado a la distancia, pero no tardaba en volver a las andadas. Tenía un diablo juguetón dentro de la piel y además sabía que yo no estaba realmente enojado. En caso de que lo estuviera, tampoco hubiera sido capaz de castigarlo.

Después de la poda de la viña, atábamos las ramas a los alambres con totora humedecida. Cada rama con su moñito parecía una niña con trenzas.

Los pájaros quedaban sin árboles donde guarecerse e invadían los galpones y las enramadas. En los atardeceres, su algarabía disonante era la última despedida del día.

A esa hora también encendíamos los montones de las ramas de la poda. ¡Qué lindo era mirar las llamas multicolores! Recuerdo que una de mis hermanas decía que cuando la madera arde devuelve todos los colores de los rayos del sol que recibió durante su vida. Después quedaban las parvas de brasas y nosotros aprovechábamos para asar castañas o choclos que saboreábamos a medida que se iban cocinando.

Pero la gran fiesta la constituían los pororós. Colocábamos sobre las brasas un pedazo de chapa y cuando se calentaba le pasábamos una arpillera para limpiarla. Después desparramábamos sobre la superficie granos de un maíz especial, de forma cilíndrica y terminados en punta. Nosotros le llamábamos maíz pisingallo. Carel y yo quedábamos esperando el momento en que comenzarían a reventar. Carel un poco retirado porque no era muy amigo del fuego y alguna vez una brasa pegada a sus patas le había enseñado que convenía mantenerse a distancia. Pero sus ojos quedaban fijos en los granos y sus orejas paradas como antenas.

Primero uno, después otro, y luego todos en una loca danza, comenzaban a saltar los pororós. Los que eran arrojados más lejos pertenecían a Carel, que la mayoría de las veces no los dejaba ni tocar el suelo. Era un espectáculo maravilloso. Los granos ambarinos, de repente, sin dar lugar a ver su transformación, se convertían en diminutos lirios crocantes. Era como asistir a un espectáculo de fuegos de artificio.

Cuando el frasco que llevaba estaba lleno, cesaba la función. Entonces me volvía hacia la casa con Carel pegado a mis piernas y mendigando un grano más. Me gustaba lanzarlos al aire y ver cómo Carel daba el salto con su bocaza abierta y escuchar el cluch de su boca al cerrarse, y luego quedar atento y expectante como si nunca hubiera comido.

Los pororós mezclados con miel constituían uno de mis manjares predilectos.

Capítulo 25

Frente a nuestra chacra pasaba el camino. Y más allá del camino, ancho como un río, corría el canal principal. Del otro lado estaban las vías del ferrocarril.

Con frecuencia había ido con Carel a ver pasar los trenes. En ocasiones, algún pasajero nos hacía adiós con la mano o el maquinista nos saludaba con una corta y alegre pitada. La máquina fabricando hongos de vapor y los vagones traqueteantes que la seguían en larga fila obediente nos entusiasmaban.

Muchas veces había pensado en viajar, pero no creí que el momento llegara tan pronto.

Sentado junto a la ventanilla miraba el paisaje esperando angustiado el momento en que pasaríamos frente a nuestra chacra.

Papá me había llevado a la estación. Casi no habíamos hablado, a pesar de que teníamos tantas cosas para decirnos. Me di cuenta de que estaba emocionado.

Yo también lo estaba.

- Estudiá mucho.
- Sí, papá.
- Cuidate mucho.
- Sí, papá.

Nos abrazamos. El tren arrancó separando nuestro abrazo como con un tajo.

El tren seguía corriendo. Llegó a la altura de nuestra chacra. Mi madre, mi hermano y mis tres hermanas me saludaban con la mano. Carel, sentado sobre sus patas traseras, completaba el grupo.

Una alameda cruel tapó la escena como si se corriera un telón. Tuve la impresión de viajar en un vehículo de otro planeta. El lugar donde estaba ya no era mi mundo.

Comprendí cuánto amaba a mis hermanas. A la mayor que me daba pequeños mordiscos en lugar de besarme por las mañanas; a la otra porque cuidaba de mi ropa y mis estudios; a la menor por tranquila y suave. Entendí cuán bueno es tener a un hermano mayor y sensato. Añoré el regazo de mi madre, donde me dormía en las veladas en que don Luigi contaba cuentos. Y admiré a mi padre, aquel hombre alto de ojos claros y mansos. Me di cuenta de que Carel era parte de mi vida.

Y más, advertí con sorpresa que no sólo amaba a mi familia y a aquel valle verde y exuberante, sino también al desierto de sampa y jarilla.

- Boletos.

La voz del guarda me sobresaltó.

Volveré, juro que volveré.