jueves, 12 de marzo de 2009

Capítulo 23

No todo era vagar con Carel y Bayo. En la chacra todos trabajábamos en la medida de nuestras posibilidades y las tareas iban aumentando de acuerdo con nuestra edad.

Por la mañana íbamos al colegio. Hasta tercer grado concurríamos a una escuela que estaba en la colonia y quedaba relativamente cerca. Para concluir nuestros estudios primarios teníamos que trasladarnos hasta e pueblo. Pero la chacra distaba más de siete kilómetros y debíamos hacer el trayecto a caballo. Carel, por supuesto, no era de la partida.

Para llegar a tiempo, en los meses de invierno salíamos de nuestras casas mucho antes de que amaneciera. Algunos compañeros que vivían más lejos solían esperarme en la tranquera. Después se iban agregando otros que habitaban en el trayecto. Era un espectáculo. Había caballos de todos los tamaños y colores. Por lo general eran muy mansos, pobres bestias jubiladas de años y años de rastrón.

El Bayo conocía el camino de memoria. No era necesario dirigirlo, pero en estos viajes diarios aprendí a conocerlo un poco más. Al contrario de Carel, juguetón y expresivo, el Bayo era introvertido y difícilmente podía deducir su estado de ánimo. Siempre pensé que era apático, sin iniciativas propias y, tal vez, un poco tonto. Poco a poco me fui dando cuenta de que de tonto no tenía nada y que sabía usar de su imaginación cuando era en provecho propio.

A pesar de conocer perfectamente el camino y saber que la meta final era la escuela, cuando salía de casa hacia el pueblo me costaba hacerlo galopar y encaraba todas las tranqueras que encontrábamos en el camino. En cambio, al regresar hacia el hogar, comenzaba a andar apenas ponía yo el pie en el estribo. Cuando ya estaba montado, sin que mediara ningún aliciente, tomaba el galope tendido. Entonces no hacía caso de ninguna tranquera y si yo quería desviarlo de su rumbo lo hacía de mala gana. Cuando estábamos llegando a los lindes de la chacra, lanzaba un relincho alegre que era contestado por los otros caballos que estaban en el corral o pastaban en los potreros.

Invariablemente, junto a la tranquera nos esperaba Carel. No sé por qué reloj se guiaba, pero siempre era puntualísimo a la cita. Y entonces se desarrollaba la escena de siempre. Carel, impaciente por jugar o por compensar su mañana inactiva, saltaba, daba pequeños ladridos, intentaba morder el hocico del Bayo o emprendía locas carreras a nuestro alrededor. El Bayo no le hacía caso. Tomaba un trotecito liviano y con las orejas en punta ensayaba cortos relinchos de salutación a sus congéneres. Indudablemente, prefería la compañía de sus semejantes a la nuestra.

Me gustaba ir al colegio. No comprendía a algunos muchachos que aprovechaban cualquier pretexto para faltar. Pasaba con gusto las horas de clase, aunque confieso que uno de los momentos más excitantes era el de la salida. La escuela estaba prácticamente rodeada de caballos que esperaban pacientemente mientras nosotros estudiábamos. Cuando salíamos, la cabalgata se deslizaba por las calles como las aguas de un canal. Al principio éramos como el canal principal y, a medida que nos alejábamos, formábamos los canales secundarios y al final las acequias.

Toda una mañana pasada fuera de la casa y sin probar bocado estimulaba mi apetito. Las abundantes comidas que preparaba mi madre me sabían deliciosas. Carel, impaciente por tanta separación, arañaba la puerta de la cocina. En esos momentos no sabía si reclamaba mi presencia o su comida, ya que sabía perfectamente que después de nuestro almuerzo venía el suyo. Prefería pensar que a quien reclamaba era a mí. Eso, además de ser más sentimental, halagaba mi vanidad.

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