miércoles, 11 de marzo de 2009

Capítulo 24

Como dije antes, no todo era pasear y jugar. Había ciertas tareas que yo sabía que me correspondían. Por ejemplo, dar de comer a los animales, cuidar de que no les faltara el agua, regar, atar la viña, recoger los restos de la poda, hacer los mandados y alguna otra tarea imprevista.

Hacia el fin del otoño, el valle se encendía de colores. Uno podía detenerse delante de cada hoja como frente a un cuadro. Si no había viento, el espectáculo se prolongaba durante mucho tiempo. La más pequeña brisa desprendía las hojas que formaban después una alfombra multicolor debajo de cada árbol. Las ramas desnudas se erizaban hacia el cielo esperando la poda. Las tijeras hacían cric-cric, como pájaros que saltaran de rama en rama.

Yo hacía pequeños montones y los transportaba hasta las cabeceras de las hileras donde luego se quemaban lejos de las plantas. Las ramas más largas iban arrastrándose por el suelo y Carel no podía aguantar la tentación de morderlas y tirar en sentido contrario al de mi marcha. Más de una vez desparramó mi carga. Yo me fingía enojado y lo corría alcanzándolo. Entonces se quedaba un momento echado a la distancia, pero no tardaba en volver a las andadas. Tenía un diablo juguetón dentro de la piel y además sabía que yo no estaba realmente enojado. En caso de que lo estuviera, tampoco hubiera sido capaz de castigarlo.

Después de la poda de la viña, atábamos las ramas a los alambres con totora humedecida. Cada rama con su moñito parecía una niña con trenzas.

Los pájaros quedaban sin árboles donde guarecerse e invadían los galpones y las enramadas. En los atardeceres, su algarabía disonante era la última despedida del día.

A esa hora también encendíamos los montones de las ramas de la poda. ¡Qué lindo era mirar las llamas multicolores! Recuerdo que una de mis hermanas decía que cuando la madera arde devuelve todos los colores de los rayos del sol que recibió durante su vida. Después quedaban las parvas de brasas y nosotros aprovechábamos para asar castañas o choclos que saboreábamos a medida que se iban cocinando.

Pero la gran fiesta la constituían los pororós. Colocábamos sobre las brasas un pedazo de chapa y cuando se calentaba le pasábamos una arpillera para limpiarla. Después desparramábamos sobre la superficie granos de un maíz especial, de forma cilíndrica y terminados en punta. Nosotros le llamábamos maíz pisingallo. Carel y yo quedábamos esperando el momento en que comenzarían a reventar. Carel un poco retirado porque no era muy amigo del fuego y alguna vez una brasa pegada a sus patas le había enseñado que convenía mantenerse a distancia. Pero sus ojos quedaban fijos en los granos y sus orejas paradas como antenas.

Primero uno, después otro, y luego todos en una loca danza, comenzaban a saltar los pororós. Los que eran arrojados más lejos pertenecían a Carel, que la mayoría de las veces no los dejaba ni tocar el suelo. Era un espectáculo maravilloso. Los granos ambarinos, de repente, sin dar lugar a ver su transformación, se convertían en diminutos lirios crocantes. Era como asistir a un espectáculo de fuegos de artificio.

Cuando el frasco que llevaba estaba lleno, cesaba la función. Entonces me volvía hacia la casa con Carel pegado a mis piernas y mendigando un grano más. Me gustaba lanzarlos al aire y ver cómo Carel daba el salto con su bocaza abierta y escuchar el cluch de su boca al cerrarse, y luego quedar atento y expectante como si nunca hubiera comido.

Los pororós mezclados con miel constituían uno de mis manjares predilectos.

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