martes, 14 de abril de 2009

Capítulo 17

De tanto deambular por las chacras de la colonia, los perros de los vecinos nos conocían. Apenas si nos ladraban por compromiso, como para que sus dueños se enteraran de que cumplían con su deber. Algunos incluso, más mansos y confianzudos, salían a recibirnos con muestras de cariño.

Pero parece que los perros tienen una filosofía distinta de la de los humanos porque entre ellos era muy difícil que hicieran amistades. Por el contrario, cuando se encontraban, daban muestras de evidente disgusto y animosidad.

Evitaba llevar a Carel cuando sabía de antemano que podía producirse algún encuentro perruno, pero a veces las circunstancias eran imprevistas. Entonces lo llamaba a mi lado y lo sujetaba por el suave cuero de su cuello. Por su parte, Carel no demostraba tener mucho interés en medir fuerzas con sus congéneres. Se limitaba a dejar en descubierto sus largos colmillos afilados y blancos, como una amenaza o como un desprecio, no sé.

Con frecuencia, en nuestros paseos hacia las bardas, pasábamos frente a la última chacra sobre el desierto. Por caminar sobre las hojas o en busca de sombra, seguíamos el sendero junto a la alameda. Cuando nos acordábamos, al llegar frente a la casa nos desviábamos un poco, porque atado al tronco de un árbol estaba un perro, más o menos del tamaño de Carel. Nunca le habíamos hecho nada, pero demostraba tenernos profunda antipatía. Como el otro estaba atado, Carel se limitaba a erizar los pelos del lomo, pero no se detenía ni retribuía sus furiosos ladridos.

Una siesta, mientras la tarde hervía de chicharras, Carel y yo íbamos cachacientos y distraídos. Ya habíamos traspuesto la casa del vecino, cuando una carrera denunciada por el ruido de las hojas nos hizo dar vuelta. Carel recibió de costado el empellón de su enemigo y rodó unos pasos. Lo ví levantarse con los ojos irritados, la cola enhiesta, los pelos erizados.

Se miraron unos segundos de frente y no sé qué insulto se habrán dicho porque siguió una pelea en que se sucedían vertiginosamente rodadas, dentelladas y quejidos, sin que hubiera posibilidad de discernir de cuál de los perros provenían. Yo gritaba para calmarlos pero ellos no me hacían caso ni creo que me oyeran. Sentía un sabor amargo y pastoso en la boca y mi angustia aumentaba ante la imposibilidad de socorrer a mi amigo en peligro. Atraído por la gritería, apareció el vecino y también intentó separarlos, pero sin éxito. Por fin, fue en busca de un gran balde con agua y se la arrojó a los contendientes. Recién entonces cesó la pelea.

- Si no los separo, mi perro mata al tuyo – me dijo.
- No… - le contesté. Estaba demasiado emocionado y aturdido para
mantener una conversación, pero lastimaba mi orgullo que dijera que Carel había perdido la pelea. No sé si la hubiera ganado, pero se portó como un valiente.

Nos olvidamos del paseo y volvimos hacia nuestra casa. Carel hundió las patas delanteras en la acequia y bebió ansiosamente a grandes lengüetazos. Me acerqué a observarlo. Sobre una paleta se notaba nítidamente la dentellada del enemigo. Toda su piel estaba mojada y sucia. Lo abracé y le pasé la mano por el lomo, pero mis caricias le arrancaban quejidos de dolor. Seguimos hacia la casa, cada uno sumido en sus pensamientos.

- Te portaste, Carel – le dije. Él apenas me contestó con un movimiento de la cola y siguió caminando jadeante, la cabeza caída y chorreante la lengua. No sé si no me contestó porque estaba lastimado y dolorido o porque si después del combate se sentía demasiado héroe para compartir su importancia conmigo.

Durante la cena comenté el incidente. – Eso pasa por llevar el perro por todas partes – dijo mi hermano. Mi padre agregó: - los perros son para cuidar la casa y no para andar vagando. Desde mañana hay que atarlo a la cadena.

Quedé desilusionado y amargado. Pero ¿cómo?, ¿ése era todo el comentario que provocaba el gran incidente de Carel? ¿Y atar a Carel? Carel no era un perro; bueno, sí, era un perro, pero diferente de los demás. Carel era… bueno, era Carel.

Mamá me había servido una gran porción de flan. Disimuladamente la guardé y sigilosamente llegué hasta Carel que la engulló goloso. Se lo merecía.

A la mañana siguiente, esperanzado en que mi padre hubiera olvidado la disposición de la noche anterior, monté en el Bayo y salimos los tres a disfrutar de la mañana. Ya casi iba llegando a la tranquera, cuando escuché la voz paterna que me llamaba. Me volví con un triste presentimiento.

- Te dije que el perro tiene que quedarse en la casa. Andá a atarlo.

¡Carel encadenado y yo tenia que cumplir con esa horrible tarea! Me sentía como un verdugo. Le puse el collar, monté a caballo y me alejé seguido por sus ladridos suplicantes. El Bayo iba al paso, cabizbajo; tal vez compartía mi angustia. ¡No, no podíamos irnos sin Carel! ¿Qué clase de amigos éramos? Antes de llegar al recodo que formaba el linde de la chacra, nos volvimos. ¡Cuántas fiestas nos hizo Carel! Saltaba, tiraba de mis pantalones, me daba suaves mordiscos en las piernas, se quedaba parado en dos patas. – Carel, cumplo órdenes, yo no tengo la culpa -, ratos enteros me pasaba junto a él, pero no era posible estar todo el día sin hacer nada, así que debía abandonarlo con frecuencia. ¡Si por lo menos sus ladridos no me llamaran! … Pero cada vez que me alejaba repetía sus quejas. A veces lo miraba desde lejos y veía los esfuerzos que hacía por desprenderse del collar. Entonces se me ocurrió una idea: no podía desobedecer a mi padre, pero podía atarlo flojo. Cumplía con mi conciencia y le daba a Carel la oportunidad de liberarse.

A la mañana siguiente puse en práctica mis planes. Lo até, pero pasé la traba de la hebilla por el último ojal de la correa. Monté enseguida a caballo y me alejé al galope. Al llegar al esquinero, desmonté y esperé. Al rato, otro galope más suave y rápido, confirmó que mis planes se habían cumplido.

- Papá, yo no podía atar a Carel, ¿me entendés? Carel no era un perro. Bueno, sí, era un perro, pero… era Carel.

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