sábado, 18 de abril de 2009

Capítulo 9

Las lluvias eran muy escasas, pero había años en que su ausencia era total. Más allá de la zona regada, la tierra estaba árida y seca y solamente las estoicas sampas y las jarillas se atrevían a crecer. Ni una sola hierba, ni una flor. Todo el paisaje gris e hirviente de chicharras. Cuando alguna nube extraviada en un cielo azul sin referencias caía sobre el desierto, sus gotas desaparecían en forma instantánea, como los pororós en la boca de Carel. Aún cuando la precipitación fuera abundante, nunca alcanzaba a formar charcos en la arena eternamente sedienta.

Dentro de este marco gris, monótono, las chacras mostraban una vegetación exuberante y policroma. No era de extrañar, entonces, que enormes bandadas de martinetas, venciendo sus temores, bajaran de las bardas hacia los verdes rastrojos.

Las martinetas prefieren la caminata al vuelo. Conociendo esta característica, nosotros las arreábamos hacia donde estaban las trampas, casi siempre en los esquineros, hasta donde conducían los cercos naturales formados por los yuyos que los vientos arrastraban hacia los alambrados. Cuando estaban cerca de las bocas de las tramperas, corríamos y los pobres animalitos asustados buscaban refugio debajo de la red que nosotros habíamos disimulado con ramas.

Esta tarea la realizábamos siempre Carel y yo, aunque me costó mucho trabajo hacerle entender que debía correrlas únicamente cuando yo daba la señal. Sin embargo, una vez acostumbrado, resultó un excelente arreador. Debo reconocer que su agilidad y su instinto resultaban muchas veces más eficaces que mi acción.

Cada redada podía significar entre seis y nueve piezas. Había ocasiones en que la caza era aún mucho más fructífera. Metíamos las aves dentro de una bolsa y volvíamos hacia la casa. Él regresaba contento porque era un cazador nato y ésta era una de las aventuras de que más gozaba; yo ufano, porque el contribuir a la comida me daba cierta importancia de persona mayor.

Mi madre sacrificaba las aves que iba a utilizar en la comida de ese día y enjaulaba al resto para otra ocasión. Comíamos martinetas de muchas formas distintas, aunque yo las prefería guisadas con papas y arvejas.

Algunos amigos de la familia que vivían en el pueblo y eran conocedores de nuestra facilidad para cazar martinetas, nos encargaban periódicamente algunas yuntas. ¡Qué importante me sentía entonces y qué valor adquirían aquellos veinte centavos por pieza que había ganado con mi propio esfuerzo!

Sin embargo la caza en sí no despertaba mi entusiasmo. Sentía pena por aquellos pobres animalitos inocentes. Tal vez había arraigado demasiado hondo la prédica de mi padre, quien siempre insistía: no castigar a los animales, no dañar las plantas, no matar a los pájaros. Muchas veces me cruzaba en mis paseos con chicos armados permanentemente de hondas. Nunca pude comprenderlos. Para mí todos los animales, aún los silvestres, formaban parte de la comunidad en que vivíamos. Sus vidas eran una parte de nuestras vidas.

Recuerdo que en las veladas de invierno, en más de una ocasión, me deleité con libros de un autor muy conocido. Un día, hojeando una revista, me enteré de que era muy aficionado a la caza y que había dado muerte a más de mil bisontes. Nunca más leí sus libros. Aquí había una gran diferencia con Carel. La posibilidad de cobrar una pieza lo ponía exultante. Erizaba los pelos, con la cola levantada, las orejas rectas, la nariz dilatada, las fauces abiertas y prontas. Por debajo de su piel, los músculos corrían como ratones.

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