miércoles, 15 de abril de 2009

Capítulo 14

Hacia fines de abril comenzaban los fríos y el aire se mantenía en una quietud de cristal. Las hojas cambiaban el color: las de los álamos, amarillas; las de las vides, rojas. El valle se pintaba con toda la gama policroma. Parecía la paleta de un pintor en la que se ensayaban todos los colores mezclados de las maneras más imprevistas. Al pie de las alamedas las hojas se iban acolchando.

En esos días, montado en el Bayo, nos íbamos con Carel hacia las bardas. Buscábamos las matas de tomillo que estrujadas entre las manos dejaban escapar su aroma dulzón. Asomados a la barranca mirábamos el valle colorido. Íbamos reconociendo las chacras recortadas allá abajo como los cuadros de un tablero. Desde las chimeneas el humo subía en columnas y se iba diluyendo en el azul del cielo, un azul que se acentuaba a medida que caía la tarde. Los gritos y el ruido del valle subían nítidos hasta nosotros.

Con frecuencia nuestro punto de observación estaba ubicado más abajo del recodo del río, de manera que parecía que el sol iba a hundirse en sus aguas. El lugar, la soledad y el clima de esa época influían de una manera extraña sobre el espíritu, invitando a la fantasía. Carel tal vez estuviera influído de la misma manera que yo y el Bayo, caída la cabezota pesada, parecía pensar no sé en qué cosas. A veces me acercaba y en sus grandes ojos mansos me deleitaba mirando el paisaje reflejado en miniatura.

Mientras el sol caía por el Oeste, por el Este asomaba una luna grande, dorada y redonda como una naranja. A mí se me antojaba que la luna y el sol, cada uno por su lado, tironeaban de la luz y que, si bien la luna perdía, se quedaba con un gran pedazo que hacía que las noches fueran menos luminosas que el día, pero siempre claras y profundas. Después el sol, como a quien se le corta la cuerda de la que está cinchando, caía al río y se apagaba como los carbones del fogón de los peones con el resto del agua del mate.

A esa hora regresábamos hacia las casas, callados, con toda la naturaleza metida dentro de nosotros. Elegíamos el camino a orillas de las alamedas para sentir bajo nuestros pies la crocante alfombra de las hojas secas.

En las ramas casi desnudas, los pájaros se acomodaban unos junto a otros para darse calor mutuamente. El aire se llenaba de su suave algarabía de píos, como si se comentaran las peripecias acaecidas durante el día antes de dormirse. Nuestro paso despertaba a la alimaña dormida entre las hojas, que escapaba con ruidos zigzagueantes. El Bayo, ensimismado en sus elucubraciones filosóficas, no les daba importancia; a lo sumo ponía las orejas en punta de vez en cuando. Carel, en cambio, no sé si porque estaba aburrido de la quietud anterior o por su instinto de cazador, o simplemente para darse importancia, daba grandes saltos y caía apoyando las manazas en el lugar donde suponía oculta su presa. Entonces el ruido se repetía en otro lugar y allá iba Carel. Nunca cazaba nada, pero creo que él tampoco tenía mucho interés en cazar y que aquello lo hacía como un juego más. Tal vez para divertirse y divertirme.

En sus juegos se quedaba atrás y luego yo sentía su galopar sobre las hojas hasta que llegaba a mi lado y frotaba su pelo húmedo con el relente contra mis piernas desnudas. Entonces yo hundía mis dedos en su pelambre espesa en una caricia larga y suave que era la manera de despedirnos hasta el día siguiente. Dejábamos el Bayo en el corral, le alcanzábamos su ración de pasto y bombeábamos el agua en el bebedero. Carel se dirigía a su cucha y yo entraba en la casa pregustando la escena que iba a presenciar.

A esa hora mi madre estaba preparando la comida y comenzaba a reunirse toda la familia en la cocina. Mis padres hablaban de sus cosas, mi hermano leía y mis hermanas tejían o cosían sus vestidos. No era raro que en manos de una de ellas fuera tomando forma una tricota que me preparaba para el invierno.

No muy lejos de la cocina de leña, yo buscaba un lugar y me ponía también a leer en espera de la cena y de las reuniones familiares que se producían después de comer y en las que no era raro que participara algún vecino. Esos momentos tenían para mí un encanto especial.

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