lunes, 13 de abril de 2009

Capítulo 19

Ya bien entrado el otoño o en pleno invierno, cuando los días se tornaban breves y las noches largas, las reuniones solían prolongarse después de la cena. A veces alguno de los vecinos más cercanos compartía la velada. Recuerdo en especial a uno que venía con más frecuencia y que llamábamos don Luigi. Era italiano, muy dado a conversar y amante de las bromas. Poseía una linda voz de tenor y varios trozos de ópera me quedaron grabados de tanto oírselos cantar. Vivía solo y sin familia, razón por la cual creo que nos consideraba a nosotros un poco sus parientes.

Había llegado al valle mucho antes que mis padres. Le encantaba atemorizarnos contándonos historias de indios y de aparecidos. Yo permanecía atento y temeroso pendiente de sus relatos que, como me enteré y deduje más tarde, eran casi sin excepción invenciones suyas. Cuando los argumentos eran demasiado espeluznantes, mi madre le regañaba diciéndole que no debía asustarnos. Él se defendía asegurando que eran sucedidos reales. Si alguno de mis padres insistía, terminaba diciendo: “Si non é vero é ben trovato” lo que según me enteré quería significar que si el cuento no era verdadero, por lo menos estaba bien inventado.

Pero ciertas o no, aquellas historias me atemorizaban y aunque me cayera de sueño no me atrevía a ir solo hasta mi cuarto. Lo que más despertaba mi interés eran las referencias a los indígenas, porque a pesar de que se hablaba mucho de ellos conocí a muy pocos. Muy a mi pesar, no se diferenciaban del resto de la gente como yo había imaginado.

Por la chacra, montando en un caballo tobiano, solía aparecer el indio Lauquén. Era de regular estatura y robusto. Vivía de lo que pedía de chacra en chacra. Influídos por tantas historias, las mujeres y los chicos se atemorizaban con su presencia. Lauquén era consciente del temor que inspiraba y lo usaba en su beneficio. Si había hombres se limitaba a pedir comida, pero si solamente estaban las mujeres abusaba de su prestigio de malo y exigía en su media lengua: Lauquén queriendo jamón, o chorizos con huevos fritos u otro de sus manjares predilectos. Sin embargo, nunca me enteré de que hiciera daño a nadie.
También por las calles del pueblo solía deambular otro indígena a quien llamaban Peñí. Nunca supe si era su verdadero nombre o su apodo porque en lengua autóctona Peñí significaba “hermano”. Peñí era ciego y tenía sus orejas perforadas con dos orificios del tamaño de una moneda, tal vez usados en su vida en la tribu para colocar adornos o algún símbolo de su autoridad. Tampoco nunca me enteré de que Peñí cometiera alguna fechoría.

Otro indígena trabajó en nuestra chacra. Su apellido era Nahuelcura que significa “tigre de piedra”. Decía que había sido príncipe en su tribu. Para mi desencanto, no se diferenciaba de los demás peones, solamente en que era más callado y en que jamás lo escuché silbar o cantar.

Por él me enteré de que a unos veinticinco kilómetros sobre la planicie había un pedrero indio. Un día pedí permiso a mis padres y a la mañana tempranito el Bayo, Carel y yo salimos en su búsqueda. Siguiendo las indicaciones que nos había dado el indio, casi sobre el mediodía divisamos un jagüel junto al cual se levantaba el rancho de un chivero bajo un gran tamarisco. En los alrededores ubiqué muchas puntas de flechas rotas. El dueño del rancho me regaló un mortero confeccionado con piedra rosada y adornado con dibujos que representaban la pata del avestruz.
Volví a casa muy ufano de mi excursión y conté excitado y orgulloso todas las peripecias del viaje. Un poco agrandadas, claro, pero siempre dentro de la verdad. Para mí, el menor, aquella aventura realizada sin otra compañía humana, adquiría una importancia similar a la Odisea o al cruce de los Andes.


El contacto con los pocos indios que conocí y mi gran excursión hicieron disminuir los efectos de las historias contadas por don Luigi. De cualquier manera, después de aquellas veladas, prefería esperar la ida de mi hermano al cuarto que compartíamos antes de decidir acostarme.

¡Si por lo menos hubiera estado Carel conmigo!... pero a Carel no le permitían la entrada en la casa, aunque yo sí lo hubiera permitido con mucho gusto. Seguramente Carel a esas horas estaría soñando con la sabandija que hacía ruido entre las hojas o con las liebres que todos los días corría inútilmente por los potreros.

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