lunes, 13 de abril de 2009

Capítulo 18

Carel era un magnífico compañero, pero no hablaba. Posiblemente por esa razón o porque yo poseía una imaginación inquieta, con frecuencia conversaba solo en voz alta con interlocutores imaginarios. En mis largos paseos o en los momentos en que me sentaba debajo de algún árbol, inventaba personajes y situaciones. Los libros que leíamos servían de aliciente a mi imaginación. Recuerdo que me había impresionado especialmente uno titulado El Misterio del Cuarto Amarillo. Describía precisamente el misterio que rodeaba a un cuarto en el que sucedían cosas imposibles de explicar.

La imaginación inquieta, las lecturas excitantes y un descubrimiento fortuito, me hicieron protagonista de un hecho de misterio en el ámbito familiar.
En nuestra chacra, como en todas las de los vecinos, se producía leche y huevos en gran cantidad. En aquellos tiempos de economía nada se desperdiciaba, de manera que ambos productos se consumían en forma natural o preparados de distintas maneras. Yo sentía una gran debilidad por los flanes. En casa solían preparar flanes de veinticuatro huevos que, una vez sacados del horno, se dejaban enfriar y se comían como postre. Desmoldado el flan, la budinera venía a parar a mis manos. Pacientemente raspaba el azúcar usado para el caramelo. Pero aquellos pequeños anticipos no alcanzaban a satisfacerme. Como comer una porción de flan dejaba rastros y era motivo de una reprimenda, buscaba una pajita y, a escondidas, sorbía el apetitoso jugo. Esta acción fue sorprendida por una hermana mía y trajo como consecuencia un severo llamado de atención. Pero como la falta de jugo seguía produciéndose, optaron por guardar los flanes bajo llave en el aparador del comedor.
Desde entonces, muchas veces me detuve frente al aparador y a través del vidrio contemplaba goloso aquel elixir de los dioses que me estaba vedado. En una de esas ocasiones, algún duende despreocupado y travieso me hizo recordar que el ropero de mi madre tenía una llave similar a la del aparador. Sigilosamente retiré la llave del ropero y probé. Andaba. ¡Qué perspectivas maravillosas me abría aquella llave!
¿Y si alguien venía y me descubría? Ya dije que los libros de misterios y detectives habían avivado mi imaginación: tenía que preparar un plan perfecto.
Salí a meditar bajo un sauce junto al canal. Carel acudió juguetón pero lo eché sin contemplaciones. Asuntos mucho más graves que los juegos ocupaban toda mi atención.
Recordé que en el comedor había dos butacas de fabricación casera. Una cretona floreada ocultaba el hueco de la parte central. Probé meterme allí y comprobé que aunque encogido podía ocultarme con bastante rapidez.
No esperé más. Busqué una cañita, recogí la llave del ropero de mamá y abrí el aparador. Jamás había probado un flan tan rico. Como pensaba que gozaba de la impunidad más completa, bebí hasta la última gota de almíbar. El flan que antes era una redonda isla emergiendo de un lago de sabroso líquido, quedó seco y árido como las bardas.
Cuando mi hermana trajo el flan a la mesa esa noche, se armó el gran revuelo. Se tejieron miles de hipótesis y mi buena madre, pobre, hasta insinuó que me habían estado retando injustamente… Según ella, era posible que durante el enfriamiento, el flan hubiera reabsorbido el jugo. Yo también aventuraba alguna hipótesis como para alejar toda sospecha.
Pero mi hermana no era tan fácil de convencer como mi madre y redobló la vigilancia. Un día creí escuchar sus pasos que se acercaban mientras yo estaba con las manos en la masa, mejor dicho, con la pajita en el jugo. En el apuro cerré la puerta del aparador con violencia. El ruido que hizo me pareció más tremendo que un trueno de verano. Apenas tuve tiempo de esconderme debajo de la butaca. Espié por entre un trozo de costura un poco separado y ví entrar a mi hermana. Echó una mirada en derredor, fue hasta el aparador y tanteó la puerta cerrada. Escudriñó detrás de los muebles y antes de salir se detuvo despistada. Había oído ruidos y parecía no querer convencerse de que allí no pasaba nada.
El éxito de mi estratagema repetida día tras día me iba inflando de orgullo. ¡Oh, vanidad humana! Todo estaba muy bien pero yo necesitaba compartir mi éxito; necesitaba que se enteraran de lo que a mí me parecía la realización perfecta de un plan brillante. Repito, mi vanidad fue mi perdición.
Un día que había visitas comentaban el misterio de los flanes sin jugo. Cada una afirmaba que en sus casas el flan se conservaba con todo el jugo, sin disminución por más que permaneciera uno o dos días sin ser comido.
Mi hermana, entonces, expresó que estaba intrigada porque había oído ruidos en el aparador. Sin embargo – agregó – cuando fui no noté nada raro.

- Porque yo me escondí debajo de la butaca – dije ufano.

¡Oh, vanidad de vanidades! ¿Para qué habré hablado? Pero palabra y piedra suelta no tienen vuelta. Hube de explicar todo el secreto.

La presencia de visitas me salvó de una reprimenda mayor, aunque creí notar que mi madre hacía esfuerzos por no reír.

Arrepentido, cabizbajo, salí a caminar hacia las bardas. Carel me acompañaba mohino y callado. Tal vez él intepretaba la sensación de derrota que sentía yo. Tal vez intuía que en mi interior una rara mezcla de humillación, vanidad y vergüenza bailaba una dislocada ronda catonga.

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