martes, 14 de abril de 2009

Capítulo 15

El invierno no gozaba de nuestras simpatías. Los días eran demasiado cortos, las noches muy largas y la tierra, que durante el resto del año se escurría cariñosamente entre nuestros pies descalzos, se tornaba fría, dura y cortante. Por suerte era breve y en el mes de agosto ya se podía observar cómo toda la naturaleza se preparaba para eclosionar.

Los sauces eran los que primero respondían a la acción de un sol más tibio que cada día se levantaba más temprano y se escondía más tarde. La piel de las ramas se tornaba brillosa y los botones se hinchaban con prontitud.

En los primeros días de agosto los grandes sauces llorones eran como islas verdes en medio de una naturaleza todavía desnuda. Sus largas ramas empujadas por la brisa semejaban a las banderas triunfantes que enarbolaba la primavera para dar a conocer su victoria sobre el invierno. Poco después aparecían las hojas de los álamos y luego todo el valle era una sola mata verde, enorme, continua.

¡Qué indecible placer era ver correr nuevamente el agua por las acequias, observar a los pájaros preparar sus nidos, oler la tierra húmeda y percibir el olor de la alfalfa en crecimiento! Y después la floración: los ciruelos blancos, los durazneros rosas y los manzanos rosiblancos, como si un hada se hubiera puesto a jugar con la paleta de un pintor gigante.

Me entusiasmaba seguir el proceso de la naturaleza: los botones reventando, el cuaje de las flores, la formación y crecimiento de los frutos, la cosecha, los cajones repletos de manzanas de todos los tamaños y colores.

Hasta mayor ignoré cómo se pronunciaban los nombres extranjeros de las variedades. Nuestros vecinos, españoles, italianos, alemanes o rusos, los pronunciaban cada uno a su manera.

Recuerdo que en una temporada de cosecha vino a trabajar con nosotros un criollo ya de edad y muy locuaz. Una tardecita en que, como de costumbre, pasaba a retirar los cajones con una rastra tirada por el Bayo, me detuve justamente frente a él. Mientras colocábamos los cajones, nos pusimos a charlar.

- ¿Usted sabe cómo se llama esta manzana? – preguntó.
- Algunos la llaman Rome Beauty, otros Rom Yibuti y otros Rom Botí, pero bien no sé – contesté.
- Eso le pasa por no saber inglés – añadió.
Se quedó un rato callado y después prosiguió:

- Cada uno dice las cosas como sabe. ¿Conoce el cuento del francés, el inglés y el criollo?
- No, don Damián, no lo conozco.
- Bueno, escuche. Había una vez un inglés, un francés y un criollo. El inglés y el francés discutían sobre quién pronunciaba más distinto de lo que escribía. Y el criollo, nada, se estaba calladito. Fíjense, decía el francés, que nosotros escribimos “eau” y pronunciamos “o”. Eso no es nada, interrumpió el inglés; nosotros escribimos Shakespeare y pronunciamos “Sespir”. Y la discusión seguía y seguía cada vez con más ejemplos. Hasta que el criollo se cansó y dijo: A mí me parece que ustedes están discutiendo inútilmente porque somos nosotros los que escribimos más distinto de lo que pronunciamos. El inglés y el francés se reían con superioridad.
- A ver – rieron los dos – dénos un ejemplo.
- Y… nosotros escribimos caballo y pronunciamos matungo.

Largué la carcajada. Me había causado gracia el cuento y la parsimonia y la tonadita con que me lo había contado don Damián.

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