jueves, 23 de abril de 2009

Capítulo 3


Prácticamente todo lo que consumíamos era producto de la chacra. En el pueblo se compraban solamente cosas indispensables que no podían obtenerse de la tierra o que no se daban en la región. Las compras se reducían a aceite, sal, arroz, azúcar, especias, harina y alguna otra pequeñez.

Tampoco en la ropa se hacían grandes gastos. Nuestra madre se ingeniaba para zurcirla y reformarla y además iba pasando de los hermanos mayores a los menores. Como yo era el más chico de la familia, podía deducir con bastante anticipación cómo serían mis atuendos futuros. En la ropa de uso diario esa corriente hereditaria era escasa porque se gastaba antes de que quedara chica; en cambio sí se heredaban los trajes de salir. A veces, cuando mi hermano tenía alguna prenda que a mí me gustaba, deseaba que creciera pronto para usarla yo. Pero, en general la vestimenta nos tenía sin cuidado. Con tal de que estuviéramos limpios, la elegancia no nos quitaba el sueño.

Los trajes duraban años porque las fiestas o las idas al pueblo no eran frecuentes. Con lo poco que había que comprar, nuestros padres iban al pueblo una o dos veces al mes. En esas ocasiones se aprovechaba para hacerse de provisiones y realizar todas las gestiones necesarias. A veces, para no quitarle horas al trabajo, se le hacían los encargos a algún vecino.

Por lo general, el regreso hacia las chacras se producía cuando comenzaba a entrar la noche. A esa hora la naturaleza se sumergía en una tranquila quietud y los ruidos se propagaban hasta distancias increíbles. A veces, desde muy lejos, adivinábamos quién era el que regresaba porque reconocíamos la voz que alentaba al caballo o nos resultaba familiar algún ruido de la jardinera. Carel, entonces, se sentaba sobre las patas traseras y levantaba las orejas expectantes. Yo jugaba a las adivinanzas tratando de descubrir cuál de nuestros vecinos era. Las llantas de los sulkys hacían ruido de trituradora cuando recorrían algún trecho de pedregullo; de repente, al entrar en la arena, todo ruido cesaba y parecía que habían naufragado en el silencio de la noche. Los caballos, desde el corral, saludaban a su colega trashumante, que respondía con relinchos entrecortados por la fatiga.

Cuando descubríamos que el que regresaba era alguno de nuestros vecinos más allegados, Carel y yo corríamos hacia la tranquera. Al pasar le gritaba: ¿Cómo le fue, don Ángel?... ¿Cómo está, doña Carmela? Claro, aquello era una costumbre cariñosa, pero también interesada. Nosotros sabíamos que los colonos, siempre que iban al pueblo, regresaban con alguna golosina, y entonces aquel saludo llevaba implícita la pregunta: ¿Qué me trajo? Siempre obteníamos algún caramelo y entonces, contentos, felices, nos volvíamos hacia la casa. Casi siempre yo buscaba una rama que Carel me disputaba y tomados uno de cada extremo corríamos jadeantes, mientras Carel rezongaba simulando enojo, aunque yo sabía que aquél era uno de los juegos que más le gustaba.

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