viernes, 17 de abril de 2009

Capítulo 12

Me gustaba contemplar los atardeceres que me llenaban de una sensación indefinida y dulce. Mientras el sol se caía en el Oeste entre charcos de sangre coagulada, por el otro lado salía una luna blanco-amarillenta como las rebanadas de pan casero untado con manteca que me daba mi madre.

Carel y yo acostumbrábamos ir a sentarnos un poco más allá del patio de la casa a escuchar el silencio de la noche. El Bayo a esa hora masticaba la alfalfa crocante del pesebre o comenzaba, con la cabeza gacha, a rumiar sus incomunicados sueños.

Cuando se apagaban las brasas del ocaso, comenzaban a aparecer las estrellas y se ponían a titilar, mientras la luna palidecía tal vez de miedo de estar tan sola y tan alto. A veces, una de mis hermanas a quien le encantaban las estrellas nos enseñaba sus nombres y nos señalaba la Cruz del Sur, la Vía Láctea, o las Tres Marías. Carel, tonto, también seguía la dirección que señalaba el brazo de mi hermana para dárselas de entendido. Pronto se cansaba, estiraba las patas y apoyaba su cabeza amodorrada en mis piernas. Me gustaba sentir su hocico húmedo y frío.

Pero no siempre era así. Con frecuencia, especialmente en los meses de agosto y setiembre, un viento enemigo, despiadado, vengativo, se entretenía en destruir lo que mi padre y nuestros vecinos habían hecho durante la jornada. Un solo día de aquel viento bastaba para borrar hasta los rastros de una acequia recién hecha. Las hojas tiernas de los álamos se acucuruchaban ennegrecidas; las bestias se ponían nerviosas; Carel agachaba las orejas y caminaba con pasos cansinos; el Bayo, como siempre, permanecía inmutable pero cualquiera podía adivinar su mal humor.

También en los atardeceres ventosos me iba hasta más allá del patio a contemplar la noche, pero no miraba hacia el cielo. Miraba aquel espectáculo con el recogido temor de alguien que asiste a una sesión de brujería. Las largas filas de álamos jóvenes se inclinaban con grandes reverencias como negros monjes practicando un rito pagano y desconocido. Por los campos recién emparejados, enormes matas de cardo ruso pasaban fantasmales, dando grandes saltos, y se juntaban a celebrar aquelarre junto a las alambradas. Los grillos y los sapos callaban, y el viento silbaba entre los árboles con cuchicheos de brujas. La oscuridad flameante y ventosa de esas noches me llenaba de un temor ancestral. Llegué a odiar el viento, y más lo odié porque me enfrentó con la muerte.

Un día llegó a casa un muchacho del pueblo preguntándonos si habíamos visto a una niá de seis o siete años que había desaparecido de su casa. Nos contó que desde hacía dos días todos los vecinos del pueblo andaban en su búsqueda. También Carel y yo anduvimos por los montes, aunque se suponía que tan lejos no hubiera podido llegar. Al tercer día la encontraron muerta, semienterrada por la arena arrastrada por el viento.

Aquello me produjo una honda impresión. Durante días no pude apartarla de mi mente y fui construyendo mentalmente su historia patética. A eso de las once de la mañana su madre la envió hasta una fiambrería que distaba unas siete cuadras de su casa. Durante el trayecto el viento fue creciendo. Cuando salió del negocio un huracán despiadado la esperaba. Agachó la cabeza para protegerse de la arena y echó a caminar. De repente advirtió que había errado el camino. Comenzó a correr angustiada. Cuando levantaba la cabeza para orientarse, la mano malvada del viento le tapaba los ojos. Corrió y corrió, pero su casa no aparecía. Se asustó. La arena silbadora le clavaba alfileres en sus piernas desnudas. Llamó a su madre pero su voz rebotaba contra el viento. Las lágrimas se iban haciendo barro en sus mejillas. Al atardecer cayó rendida junto a las sampas. Sus gritos se fueron espaciando, cada vez más débiles, y se durmió. La arena se metió por sus ojos, por su nariz, por su boca.

Desde entonces, odié más al viento. Tenía la sensación de que no pasaba, sino que se escondía entre los montes y nos acechaba, esperando la ocasión para atacarnos.

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