miércoles, 22 de abril de 2009

Capítulo 4


Por las mañanas, antes de que saliera el sol, mi padre ataba los caballos al rastrón y se dirigía hacia los campos recién desmontados. Con frecuencia, cerca de los médanos existía una hondonada donde volcar la tierra; otras veces el recorrido era de cien metros o más. Hombre y bestias recorrían el mismo camino innumerables veces, dando vueltas como en una calesita.

A Carel y a mí nos gustaba seguir la huella lisita que dejaba la cuchilla del rastrón y estampar la huella de nuestros pies desnudos en la arena fresca.

Lentamente, muy lentamente, la tierra se iba nivelando, hasta el día en que mi padre levantaba bordes de tierra con una distancia entre sí de diez metros y de una longitud de cien, más o menos. A mí me correspondían entonces las tareas de regador. El agua llegaba encajonada por la acequia también recién hecha y se desparramaba al entrar en los bordos. La tierra sedienta durante milenios, la absorbía como el papel secante a la tinta. Por todos lados se levantaban burbujas. No faltaba algún tucu-tucu desprevenido o un cuis tozudo que no había querido abandonar su cueva, que huyera hacia los montes cercanos, seguido por Carel, que se divertía enormemente con esas corridas.

Siempre quedaban porciones desniveladas que parecían pequeños continentes en medio del mar. Si eran pequeñas, se quitaban con una pala de mano; si eran mayores, se efectuaban nuevos retoques con el rastrón. Después un nuevo riego para cerciorarse de que todo estaba bien nivelado y enseguida la siembra. Por lo general, el primer cultivo consistía en cebada y alfalfa. A los pocos días la tierra aparecía como cubierta por un felpudo verde amarillento. En los días tibios era maravilloso levantarse antes de la salida del sol e ir a contemplar el amanecer sobre los cuadros sembrados; daba la impresión de que el mundo estaba recién inventado.

A veces, también se cultivaban en los cuadros nuevos maíz, papas o legumbres. Me llamaba poderosamente la atención el proceso de germinación de algunas semillas y, después de tres o cuatro días, iba por los surcos y destapaba cuidadosamente para espiar los progresos de los brotes. Carel me imitaba. En su cabezota no tenía cabida la idea de la diferencia existente entre un hombre y un perro y encontraba muy lógico escarbar cuando yo lo hacía. Pero no se conformaba con el cuidadoso escudriñar que yo realizaba, sino que sus enormes patas torpes arrastraban tierra y semilla al mismo tiempo. Yo volvía a poner todo en su lugar y alisaba los surcos cuidadosamente para evitar los regaños de mi padre. Él nos había inculcado como una ley no dañar las plantas ni castigar a los animales. A su ojo sagaz no se le escapaban nuestras visitas furtivas a los sembrados y, como tampoco quería obstaculizar mi curiosidad, terminó por sembrar semillas en una gran jarra de vidrio donde yo pudiera observar todo el proceso germinativo sin hacer con Carel estropicios en los sembrados.

Pero lo que me deleitaba especialmente era contemplar las hileras de porotos cuando comenzaban a asomar sobre la tierra. Las pequeñas plantitas llevaban en su extremo superior a las propias semillas que les habían dado origen. Parecían filas de niñas que se arrebujaban con la capucha para no sentir el frío de las mañanas.

Un día en que me hallaba contemplando aquella maravilla de la naturaleza, pasó mi hermano mayor y se quedó conversando. No recuerdo exactamente de qué hablábamos, pero en un momento dado me dijo que aquellas plantitas eran dicotiledónicas. No – dije yo – son porotos. Con una sonrisa de suficiencia me explicó qué eran cotiledones y por qué se llamaban así. Me quedé asombrado. ¡Cuánto sabía mi hermano! Claro, él ya estaba en sexto grado.

Entusiasmado con lo que me decía, me fui caminando con él hacia la casa. Me había olvidado completamente de Carel, que nos siguió un trecho cabizbajo. Pero él tenía un diablo rondón en el cuerpo y no pudo aguantarse sin dar ujnos saltos y mordisquear mis piernas para iniciar el juego. – Salí de aquí, dicotiledón – le dije. Carel se alejó ofendido.

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