jueves, 23 de abril de 2009

Dedicatoria y Capítulo 1

Escribí este libro en homenaje a mi padre, Constantino Nervi,
y a mi madre, Rosario Mazziotti de Nervi.

Está dedicado a Carel. Carel tenía apariencia de perro, pero
no sé si era un perro. De lo que estoy seguro es que era mi
amigo.




Capítulo 1

Carel, el Bayo y yo éramos inseparables. El Bayo era el único caballo de andar, delgado y alto. Tenía todo el pelo amarillo claro, menos las crines que eran negras. Los demás caballos eran robustos frisones dedicados a tirar del pesado rastrón con que se emparejaba la chacra.

Prácticamente, el Bayo estaba para mi uso exclusivo y conocía todos mis caprichos y deseos; era un verdadero filósofo. En cambio, yo nunca llegué a conocerlo bien porque con frecuencia me sorprendía con una maña nueva.

Mientras Carel y yo correteábamos por los montes o nos bañábamos en los canales, el Bayo mordisqueaba distraídamente el pasto o con la cabeza baja y los ojos semicerrados pensaba en sus cosas. Era un espectador indiferente y muy pocas veces participaba de nuestros juegos. Me fastidiaba su desinterés, pero no encontraba la manera de hacerlo intervenir.

Carel, en cambio, tenía el diablo en el cuerpo. Era un policía alemán, no sé si muy puro, con la boca siempre abierta en una gran sonrisa que dejaba colgar su chorreante lengua por entre dos colmillos largos y blancos. Cuando no le hacía caso, me mordía los pies descalzos o tiraba de las mangas de mis pantalones. Tampoco se salvaba de su euforia cuanto calzado encontraba o la ropa que en el alambre movía el viento. Mamá, entonces, lo corría con una rama y Carel venía a mí y me miraba con cara inocente como diciendo: ¿y yo qué hice?

Nuestros paseos más frecuentes eran hasta las serranías que se alzaban hacia el norte. El Bayo iba de mala gana porque no le gustaba galopar por terreno accidentado y andar esquivando matas de jarilla o de sampa. Carel corría exultante. Perseguía a los cuises y a todas las liebres que se cruzaban en el camino, aunque nunca cazaba nada. Llegados a la altura, desmontaba y comenzaba la búsqueda de chinitos o de moluscos fosilizados, o me sentaba largos ratos en un árbol petrificado mirando pasar la procesión de hormigas que transportaban cargas descomunales para su tamaño. Carel también contemplaba aquella larga caravana, inclinaba la cabeza, levantaba una oreja, luego la otra. De vez en cuando me miraba y volvía a la contemplación, pero pronto se cansaba y apoyaba sus patazas en el camino de hormigas que dejaban caer su carga y huían en todas direcciones.

Otras veces corría a algún cuis que se escondía en la cueva. Entonces comenzaba un escarbar frenético. Apoyado en las patas traseras, con las delanteras remaba desesperadamente en la tierra que, escurriéndose por entre las extremidades posteriores, pronto formaba un montículo. Cuando se convencía de que el trabajo era estéril, volvía hacia mí jadeante y moviendo la cola, como si quisiera decirme: ¿viste? ¿viste qué susto que le dí?

Al atardecer volvíamos hacia la casa. Carel, enfurecido, ladraba y saltaba para morderle el hocico al Bayo. El caballo, fastidiado, le tiraba mortales manotazos. ¡Mentira! Los tres sabíamos que aquello era un juego que se repetía todos los días.

2 comentarios:

  1. Hace doce años,en mis primeros años de la adolescencia...conocí este libro gracias a una profesora de Literatura...¡Qué maravilla!encontrarlo por acá, casi por casualidad. Ahora recuerdo por qué quedó grabado en mí, este nombre ...Carel...Me encántó leer un poquito para recordar que yo también tengo un Carel en mi vida.

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  2. Querido o querida persona anónima, gracias! Comentarios como el tuyo compensan el trabajo hecho. Tu observación final invita a pensar que el modo de leer sintiendo estas hermosas páginas, es hacerlo desde los ojos del Carel de cada uno, completando la mirada humana. Abrazo. Ramón.

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