jueves, 23 de abril de 2009

Capítulo 2



Detrás de la última alameda estaba el desierto. Allí no más, abruptamente, sin transición. Con sólo saltar la acequia se pasaba de la vegetación exuberante de las chacras a los medanales cubiertos de sampa y jarilla. La colonización avanzaba a pequeños saltos, como una marejada.

Un día cualquiera veíamos llegar una chata cargada con muebles, aperos y otros bártulos; es decir, todo el capital del colono, tan exiguo que siempre sobraba chata. A los pocos días se divisaba entre los montes el rancho de adobe y las columnas de humo nos anunciaban la iniciación del desmonte.

Si bien el espectáculo era frecuente, no dejaba de producir alegría en grandes y chicos. Nuestros padres se alegraban porque aquello significaba que nuestra chacra dejaría de ser frontera de la civilización. El nuevo vecino venía a ser una especie de soldado más que estaba de nuestra parte en la lucha contra el desierto indómito. Había siempre grandes reservas de arena con que el viento castigaba despiadadamente los sembrados y de alimañas que atacaban las plantaciones jóvenes. Liebres, zorros, martinetas, gatos del monte y otros bichos habitaban aquellas inmensidades desoladas y establecían una verdadera guerra de guerrillas contra el hombre que se había atrevido a desafiarlos. Para los chicos aquellas mudanzas significaban la posibilidad de un compañero más para compartir aventuras.

Pronto se trababa conocimiento con los nuevos vecinos. Siempre los recién llegados necesitaban recurrir a los ya afincados en busca de alguna herramienta que no habían previsto o no habían podido comprar. Por supuesto, nunca se les negaba nada y así nacían nuevas amistades que con el tiempo se iban profundizando, afianzándose poco a poco con padrinazgos o casamientos.

Los chicos, sobre todo, andábamos por las chacras y casas de los vecinos como en las propias y a cualquier hora éramos bien recibidos. Como las tareas del campo dejaban muy poco tiempo a los mayores para las visitas, nosotros veníamos a constituir una especie de correo que se encargaba de llevar los mensajes y las noticias de uno a otro extremo de la colonia.

Después del desmonte venía la emparejada y un día un nuevo cuadro aparecía verdeante por la cebada y la alfalfa. No sé qué sensación experimentará un artista ante un cuadro concluído, pero supongo que aquellos hombres deberían sentir algo parecido. En los pocos momentos en que detenían el rastrón para dejar descansar los caballos, se volvían hacia la tierra emparejada. Mientras se quitaban el sombrero y limpiaban el sudor del rostro oscuro y áspero por los soles y los vientos, una sonrisa bailoteaba en sus ojos.

Otras veces, cuando su mujer llegaba trayendo el mate cocido, señalaban la alfalfa nueva y decían: “¿Viste, María?” ¿Qué más podían decir? ¿Qué más tenían que decir? La mancha verde, creciente, era todos los sueños que comenzaban a realizarse, los proyectos urdidos durante la noche mientras la comida se hacía sobre el fogón, las vigilias pasadas bajo la amenaza de las heladas. La mancha verde era el preanuncio del manzano, de la vid, de la bodega.

Pero no siempre era así. El desierto no era el enemigo que se replegaba y se daba por vencido. Volvía continuamente sobre su presa como un perro encarnizado. A veces, las reservas físicas o morales del hombre se agotaban y abandonaba la lucha. Entonces el almacenero, el tendero o el doctor compraban por unos pocos pesos los sueños de un vencido.

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